CAPITULO I: EL SUSPIRO DE LA DONCELLA.
Había
una vez un valiente príncipe que decidió llevar a cabo el plan más arriesgado
que alguna vez haya sido ideado para dejar de ser un pedazo de mierda.
Eran tiempos fabulosos, de oráculos y de dragones, de doncellas y de
guerreros, de hechiceras y de castillos atrincherados con pozos de cocodrilos.
Eran tiempos de castas deformes, de abusivos poderes, de oscuros
demonios y de dioses pequeños.
Todo comenzó una tranquila tarde cuando nuestro desestimado héroe
paseaba en su caballo por las llanuras de Arion. Ya para ese entonces en él no
quedaba orgullo, sólo la inapacible ventisca de los recuerdos de tiempos
mejores, de sus tiempos, de aquellos en que el reino nombrado gozaba de paz y
buenaventura. Mas por esos años, oscuros como un calabozo de Mitagora Neiv, el
miedo dictaba sus formas y la gente se sumía ante él. ¡Cómo añoraba el príncipe
esa certeza de cielos! ¡Cómo se recriminaba a sí mismo por no haber dado su
vida en batalla! Desterrado estaba, viviendo a incontables millas de su antiguo
castillo, silente, ausente, perdido en sí mismo y en su honda tristeza.
Las llanuras de Arion eran vastas y verdes, aún en tiempos de sequía
como los que estaban aconteciendo en aquellos días. Las huellas de las
interminables contiendas que rindieron al pueblo bajo el mandato maligno ya
comenzaban a desaparecer, nada más algunas pocas cruces de madera persistían de
pie como el reflejo de algún clamor. El príncipe cabalgaba entonces lentamente
por esas inmensas tierras, alejado de su pasado real y de la visión de quienes
antaño fueron su sangre y su emblema. Fue ese el día en que por primera vez la
vio, a lo lejos, como a un espejismo que se levanta tempestivamente del polvo y
la nada. Ella cabalgaba rodeada de un séquito de guardianes dirigiéndose rauda
al Palacio de Urxzamenong, antiguamente castillo real de Arion. Su cabello
oscuro ondeando al viento dejaba esquelas de polvo de luz tras de sí, su figura
entera parecía rodeada de una aura divina, lo que hizo que el príncipe se
acercara sin más a descifrar el enigma con que se había encontrado. Al hacerlo
la caravana se detuvo instantáneamente frente a él, los guerreros rodearon a la
doncella y desenfundaron sus espadas para protegerla del insensato desconocido,
mas cuando se percataron que se trataba del antiguo príncipe volvieron a la
calma y sonrieron con desprecio. Sin embargo nadie dijo nada, los soldados
miraron al señor y agacharon la cabeza despectivos, él hizo lo mismo, la
hermosa damisela sin preocuparse giró y continuó su camino obligando a los
escuderos a seguirla, sin preguntar ni preguntarse quién era aquel que a ellos
se acercó.
Pero él ya la había visto, unos segundos y una vida, sólo un momento y
toda una eternidad. La belleza de esa mujer no abandonaría sus latidos ni sus
pensamientos ni sus actos. La belleza de esa mujer, esa sensación de encanto
sagrado que trascendía su piel y sus formas, significarían de algún modo un
regreso a la vida para este hombre que, agotado por años, zigzagueaba sumido en
la pena del desertor.
Mientras,
a centenas de millas de ahí, la bruja de Madran conversaba envuelta en su
túnica barrosa con el portentoso Emperador Urxzamenong, señor de las sombras,
maestro del dolor y del desastre, conquistador del Reino de Arion y de cuanta
dinastía real sus ojos podían ver. Había viajado en secreto acompañado
únicamente por tres gladiadores de la casta deforme hasta el bosque embrujado
de Neptuno del Séptimo Plano, para solicitarle a la bruja que leyera el destino
próximo de su mandato.
Entonces
ella lanzó los huesos sobre la tierra y vio en ella lo que pronto ocurriría:
“El príncipe derrotado volverá a rugir en busca de la Estrella de la Novena
Aurora”, le dijo la pestilente hechicera al emperador que, montando en cólera,
elevó un gritó que remeció la casucha.
Consultaron
enseguida el Libro Negro de los Magos del Norte de Nectámbulo Sorio, buscando
respuesta al inusitado acertijo:
-
Nueve son los dioses pequeños mi señor, así como nueve los demonios que
se oponen a su armonía. Los magos del norte presagiaron vuestra victoria mas
presagiaron también la llegada de la Novena Aurora – señaló la horripilante
mujer –.
-
Habla con claridad bruja, no tengo tiempo para tus crucigramas – exigió
el emperador –.
-
Una doncella mi señor, una doncella es la señal que vaticina la suerte
del noveno dios de nuestro universo, sus ojos como estrellas brillarán el día
de la Novena Aurora, el día en que los pueblos de las montañas conmemoran el nacimiento
de un nuevo año. Su centelleo atraerá el espíritu muerto de quienes antes
reinaron y la guerra dejará de ser el acto de nuestros días. La doncella será
llamada para sellar el poder del que de las sombras se alimenta, mas la bondad
del fugitivo la salvará de ese fin. La doncella debe ser sacrificada virgen el
día de las bestias, en el altar de martirios del amo de Mitagora Neiv. Sólo así
tu reinado persistirá.
Entre
tanto Elissa, la doncella recién llegada de las tierras de Tauro, paseaba por los
balcones de la torre principal del Palacio de Urxzamenong, nerviosa al saber
que pronto se encontraría frente a frente con aquel que doblegó a su pueblo,
con el mismo que asesinó a cientos de aquellos con los cuales creció, con el
mismo que a la fuerza la arrancó de su hogar para llevarla hasta ese lugar y
así convertirla en una más de sus sirvientas. El maligno dictador la divisó el
atardecer que siguió a la victoria sobre su pueblo y ordenó que fuera
trasladada con prontitud hasta su sombría morada. No obstante ella no se
sometería a sus designios, o eso pensaba, decidida esa nueva mañana. Su
carácter firme y sus ojos seguros no la habían abandonado, aún cuando todavía
no conocía la infamia y el vicio de quien la había raptado.
En
ese entonces 21 años habían transcurrido desde su nacimiento, 21 años que la
habían convertido en una mujer hermosa como hermoso sólo era el ocaso de las
costas del sur. Si su destino era ser sólo una más eso no se llevó a cabo en su
concepción, puesto que desde su primer suspiro un espíritu de nítida
fascinación envolvió sus espacios. Querida por toda persona y ser que alguna
vez la había conocido, en su tierra se decía que cuando sus pies pisaban la
arena esta por unos segundos se convertía en plata, así como en flores los
campos que acariciaban su piel. De sentimientos bondadosos pero de práctico
proceder, su inteligencia asombraba a quien con ella deliberara. No era de
ningún modo una mujer a quien con facilidad se pudiera doblegar, mas era la
visión que enamoraría a todo soldado, poeta o rey. Sus 21 años señalaban su más
importante paso, la edad en que contraería nupcias con el más valeroso de los
jóvenes de Tauro, para conocer al fin el amor y vivir bajo su aureola por
siempre. Esa era la tradición de su pueblo, esa era la edad de la gloria.
Elissa
rememoró su vida durante ese día, oculta en un rincón de los balcones reales.
Desde ahí, en la cumbre de la imponente estructura, podía observar la
majestuosidad de un reino que renacía sumido bajo la espada homicida del bárbaro
que llegó del oeste. A pesar de su valor el desaliento la doblegaba, por lo que
más de una lágrima se escapó de sus finos párpados esa jornada.
En el
interior de las habitaciones contiguas las meretrices aconsejaban a las decenas
de nuevas damiselas llegadas al castillo, ellas habían sido seleccionadas por
su juventud y belleza para unirse a los servicios privados del monarca y
celebrar con él rituales de morbo y abyección.
Al
anochecer Elissa se acercó a una muchacha que como ella acababa de llegar al
lugar y se cobijó a su lado para compartir su temor. Su nombre era Ikpeba, una
jovencita de las tierras altas que lloraba desconsolada el recuerdo de,
justamente, sus esplendorosas montañas. Los cabellos rojizos de Ikpeba, así
como sus ojos azulados, estaban ahogados en el miedo, el que en gran medida se
calmó ante el repentino apoyo que recibió de su nueva amiga, tal vez la única
de todas las presentes que como ella no aceptaba su situación. En cambio, las
otras inocentes ya no oponían resistencia a las persuasivas insinuaciones de
las mesalinas reales y experimentaban con ellas sus primeros pasos en los
placeres de la carne.
Pero
Elissa e Ikpeba no se tentaron con tales prácticas, en ningún momento pensaron
siquiera en intentar lo que a simple vista parecían actos condenatorios, actos
que quebrantaban el juramento que hicieron a los dueños de los senderos del
bien, a esos nueve dioses que protegían desde el inicio de los tiempos a la
gente y a todo ser.
A esas mismas horas pero a una considerable distancia el príncipe se
veía a sí mismo corriendo por la desesperación de un sueño, o pesadilla más
bien, intentando llegar al lugar en que sabía su princesa se encontraba en
manos de perversos demonios que aplacarían su virtud. Cientos de cuerpos sin
vida empalados en los campos eran el paisaje que llenaba sus ojos. Espadas y
escudos esparcidos en el lugar señalaban la derrota final de cuanto él había
amado, y los árboles, quemados y sin vida, producto del rugido pavoroso de los
dragones negros de Mitágora Neiv. Mas dragones no veía y eso era una suerte,
así tal vez podría llegar a tiempo para salvar a su querida.
¡Cuántas veces tuvo ese mismo sueño! ¡Cuántas veces! Y siempre,
siempre, se encontraba con el mismo desenlace: su adorada, ígnea y desnuda,
perdida en el calor demoníaco de las bestias de la nada. Acorralada, sin vida,
condenada a ser y existir por siempre como una más de ellos. Y él, inservible
salvador, derrotado, observando desde el otro lado de un acantilado mental el
fin de sus ilusiones y de su propio ser. El pesar inevitablemente lo consumía y
con él una muerte dolorosa, una muerte sin resistencia, sin fuerza ni honor.
Pero quizá esa noche sería distinto, porque a diferencia de las tantas y tantas
veces que antaño esa pesadilla lo atrapó, esta vez conocía y podía ver el
rostro de aquella que durante años había esperado, aquella que alguna vez en
otra vida conoció y que por suerte vana perdió en la ruleta cósmica de los
nuevos destinos. Porque ya lo sabía, era ella y no otra, la misma que ese día
casi no se percata de su presencia, la misma que aún sin nombre representaba su
renacer.
Y corrió veloz por la planicie hasta llegar a las puertas de un gran
castillo. Ingresó por el portal bajo un silencio espantoso, recorrió los
patios, atravesó los jardines, pero no percibía nada, nada que le ayudase en su
misión. De pronto sintió un alarido del otro lado de una puerta cerrada,
titubeó un instante, luego tomó la espada de un guerrero deforme que yacía sin
vida y se abalanzó sobre la puerta, una vez, dos veces, logrando derribarla con
la tercera arremetida. Al hacerlo pudo verla al fin, seguía con vida, mas ya
era tarde, las bestias se habían encargado de apagar el fulgor de su inocencia
de niña. Estaba desnuda sobre un altar de roca, con sus pies y manos atadas con
cadenas a los extremos. Y se estremecía, ya sin ninguna consciencia, se quejaba
con confusa satisfacción. Sangre brotaba de sus muslos heridos por las garras
de algún ser transgresor. Su piel sudada, sus ojos flotando en algún paraje sin
estación. A sus costados dos leopardos de agresiva presencia custodiaban su
evidente fin y tras de sí los nueve demonios sin nombre se proclamaban autores
de tal ofensa. “¡Aléjense bestias del abismo o conocerán la furia de mi
espada!”, les demandó el príncipe a los violentos felinos. “Tu espada es la
espada perdida del dios de la Novena Aurora, y tu alma es el grito ciego del
que nunca pudo nacer. He aquí a tu doncella, quebrantada y sedienta del látigo
que quema la carne, he aquí la suerte de todo tu reino, en el charco sacrílego
que brotó de su piel”, respondió una de las bestias dejando atónito al príncipe
ante tal magia negra. Entonces ambos leopardos comenzaron a lamer el sudor y la
sangre de los muslos de la doncella, lo que hizo que el ingenuo salvador se
enrabiara todavía más. Se lanzó con su espada para abatir a las fieras, mas una
de estas de un sólo salto se trasladó hasta las espadas del que sin mediar
oposición cayó malherido por el golpe potente de las garras. Fue en ese momento
cuando uno de los demonios sin nombre se irguió de su sitial y declaró bajo
amenazas el futuro del príncipe y de su gente: “mía y nuestra fue tu doncella,
mía y nuestra por siempre será. El fuego de su carne es la perdición de tu
pueblo, el llanto de sus ojos el fin de vuestro amanecer. La derrota del dios
de la Novena Aurora fue predicha por el
señor de las sombras, la derrota de su estrella es el canto maléfico que
señala la muerte de tu mundo”. Acto seguido el demonio levantó sus manos hacia
el cielo para posteriormente lanzar hacia el príncipe un destello de energía
que lo consumió, lanzando su alma a un vacío sin final por el cual cayó
absorbido por los alaridos enloquecidos de otros que como él fueron tomados por
las sombras. Una caída sin sentido, veloz hacia las profundidades en donde
reina la infamia. Pero en eso un chispazo de claridad arremetió en la oscuridad
que lo sumía, tras lo cual un dragón blanco de poderosa figura lo cogió sobre
su lomo para traerlo otra vez a la realidad de su vida, a esa realidad que en nada
había cambiado cuando despertó de ese mal sueño.
A la mañana siguiente el príncipe se sintió confundido, una extraña
sensación le decía que aquello que había soñado no era una simple ilusión, que
esta vez, claramente, se trataba de un augurio, de un camino que debía tomar
para llegar finalmente hasta el lecho de su amada.
Y pensó, durante horas intentó descifrar los simbolismos y
acontecimientos que dormido presenció. Mas nada aparecía, nada.
Antes de que el paso del sol marcara el medio día recordó un viejo
mito que alguna vez le contara su ya fallecido padre, el Rey Sarfelotóm,
undécimo monarca de su dinastía. Según él antiguamente existió en la tierra un
reino fantástico en lo más remoto de las montañas del otro lado del mundo.
Inmensos palacios de diamante que eran habitados por una nación de dragones
benignos bajo el reinado de Alzir, soberano absoluto de todo dragón alguna vez
nacido. Se decía también que tal señor de los cielos era mensajero directo de
los dioses pequeños y que su poder y sabiduría no eran igualables por ningún
otro ser de este planeta.
Entonces estuvo seguro que tal dragón era el que lo había rescatado de
esa sufrida pesadilla, de alguna forma había llegado hasta él para mostrarle
que con esperanza podría lograr lo que en adelante se propusiese. Parecía una
locura, era una idea extrema, pero así y todo el príncipe lo creyó y de esa
forma comenzó a fraguar lo que sería el retorno de su presencia.
Un dragón negro volaba entre tanto a toda velocidad enviado hacia las
tierras de Arion por el emperador. Al llegar al Palacio se encaró con el Conde
Crasson, segundo al mando y capitán de las huestes del oeste. Le informó del
vaticinio de la bruja y le ordenó en nombre de su señor que de inmediato se
enviaran a los mejores soldados para buscar y asesinar al príncipe que estaba
en destierro. Dicha orden fue llevada a cabo al instante con lo que la vida del
ex soberano comenzó a desvanecerse de las bitácoras de adivinos y
alquimistas.
Posteriormente Elissa fue montada en el diabólico dragón para ser
trasladada de inmediato al reino de Mitágora Neiv, en donde el amo de esas
tierras junto a Urxzamenong la estarían esperando para, catorce días más tarde,
sacrificarla en nombre de todo mal y así prolongar en los tiempos la oscuridad
que gracias a ellos existía.
La muchacha se desmayó tan sólo con ver a la gigantesca bestia alada.
Jamás en su vida había visto un dragón ni a ningún animal que resultara ser tan
aterrorizador como ese ser. Se traba de Urdron, el dragón maligno más enorme
que alguna vez se haya visto.
Tras una hora de vuelo Elissa despertó sobre el lomo de Urdron, lo
cual este advirtió de inmediato. “Serás sacrificada tierna criatura, tu sangre
se le obsequiará al gran señor del terror. Después te devoraré lentamente,
saciando mi apetito con tu frágil cuerpo humano”, le dijo. “¡No lo harás
nunca!”, grito ella, para lanzarse de pronto y comenzar a caer por los cielos.
El dragón se lanzó en picada y sin más demora volvió a coger a la muchacha que
comprobaba con sufrido pesar que le sería imposible escapar de tal bestia.
Mientras, el príncipe cabalgaba a toda marcha hacia la ciudad de
Arion, dispuesto a buscar a quienes se le unieran en una última revolución.
Mala idea por cierto, a medida que más se acercaba a su destino más se acercaba
también a quienes hacía poco habían salido del palacio para darle fin.
Dos horas más tarde fue rodeado por los caballos de cuarenta guerreros
minuciosamente armados, bárbaros de Urxzamenong, los cuales comenzaron a acercarse cada vez un poco
más. El príncipe sin armadura que lo protegiera desenfundó su espada y se
encomendó a la bondad del Gran Dios. Mas su muerte era un hecho, no había
milagro ni postrero acontecer que pudiera salvarlo. Si bien era un hábil
combatiente no podría darle fin a todos ellos, asesinos expertos, los más viles
y mejor entrenados. Por lo demás, el príncipe era pequeño, de baja estatura y
contextura mediana, una imagen que a los rufianes en ningún momento acobardó.
Seguramente dos o tres de ellos, tal vez cuatro, caerían sin vida ante la
espada de su majestad, pero más que eso no podría hacer.
Y las alucinaciones, los espejismos que se hicieron comunes en él
desde que vio a su preciosa doncella, esos que se hacían presentes otra vez,
queriendo hacerlo pensar que a lo lejos dos guerreros amigos se aproximaban.
“¡Qué va!”, exclamó finalmente haciendo caso omiso a tal especulación y se
lanzó por propia voluntad a la que sería su última pelea. Un enemigo pasó veloz
junto a sí en su caballo, le lanzó una estocada pero falló, en cambio el
príncipe con precisión lo alcanzó en el cuello con el filo de su arma dándole
muerte al instante. Otro de sus rivales golpeó entonces el semental del
solitario combatiente haciendo que este cayera al piso. Estando ahí presintió
sus últimos momentos, susurró un rezó encomendando su alma y esperó. Los
bárbaros iban a abalanzarse en su contra, iban a hacerlo, estaban decididos,
mas de pronto esas dos imágenes que a lo lejos habían parecido ser sólo difusas
alucinaciones cobraron vida y arremetieron al centro de los forajidos,
situándose junto al príncipe. El Caballero del Lobo Errante y El Caballero de
la Esfera de Plata habían llegado, habían emergido como sendos truenos en un
día de sol. Después de años, después que la derrota de su apacible reino los
sumiera en la desesperanza, los tres estaban juntos otra vez, juntos en otra
pelea.
El Caballero del Lobo Errante era el guerrero más temido y respetado
de todo el orbe, o lo fue algún día, capitán supremo de los ejércitos de Arion
nunca se le conoció tan sólo una derrota. Continuamente al reino llegaban
experimentados luchadores para retarlo, mas él con facilidad siempre los
vencía. Las leyendas que a su alrededor surgieron hablaban de tropas enteras
que habían caído por su espada. Las leyendas que a su alrededor surgieron
hablaban de un hombre que puñal alguno podía vencer.
A su vez, el Caballero de la Esfera de Plata, que luchó para las
huestes del príncipe en la gran guerra, vivió siempre su vida en nómade
travesía. Se ganaba la vida apresando criminales y cobrando las recompensas que
en los poblados se daba a quien diera muerte a los muchos dragones negros que
deambulaban hambrientos. De astucia sin igual, este guerrero al igual que el
príncipe presentaba una menuda estampa, diminuta al ser comparada con las
imponentes razas de los países de hielo y de las tribus bárbaras. Qué decir de
las castas deformes, que al lado de este señor de armas parecían monstruos
verdaderos.
Sin embargo los treinta y nueve que frente a ellos estaban sabían bien
quienes eran los que aceptaban su reto y por eso dudaban, pues con claridad
comprendían que la superioridad numérica no era aval de éxito ante ellos.
Tampoco lo era su fiero entrenamiento, ni las incontables luchas que antes
libraron.
Treinta minutos duró la pelea, tras los cuales ninguno de los bárbaros
del oeste conservó la vida. En cambio, aparte del cansancio, los tres amigos no
presentaban mayor lesión, mas sí una gran alegría por estar otra vez reunidos.
-
Los
señores de las montañas conocen el plan de Urxzamenong
– comentaba el Caballero de la Esfera de Plata, olvidando al parecer el antiguo
conflicto que lo separó del cariño su príncipe –. Proclamar de un día y para
siempre el reinado de los demonios sin nombre. Cuando llegué a las tierras
altas en busca de Hiamil me encontré con algunos problemas. Pensé en un
principio que sólo se trataba de un dragón más, pero no fue así. Logré liquidar
a dos poderosos dragones negros, pero con el tercero no pude, se trataba de
Urdron, el leviatán de los doce cielos, tengo que reconocer que por poco no
salvo con vida. Los jefes de las tierras altas me informaron que el día del
nuevo año sacrificarían a la Estrella de la Nueva Aurora. Según supe para eso
faltan catorce días, según supe el sacrificio será llevado a cabo en las
tierras de las castas deformes.
-
Pero se supone que Urdron fue derrotado por
el gran dragón blanco cuando la tierra no esculpía aún todas sus formas – se
interpuso el príncipe –. ¡Se supone que es sólo un mito de ancianos!
-
En caso de que así haya sido algún
maleficio profundo lo trajo otra vez a la vida. Lo que yo sé es que él está en
estos momentos en algún lugar esparciendo su fuego, con los otros miserables a
punto de consumar sus deseos – dijo el de la Esfera Plateada –.
-
Y eso no
es todo – habló esta vez el Caballero del Lobo Errante –. Los magos de
Nectámbulo Sorio han vuelto a ser, las hordas de pestilentes guerreros deformes
se han incrementado y los dragones negros se multiplicaron también. Pronto no
quedará nada.
-
Pues bien
– dijo el príncipe –, yo conozco a la doncella que ellos pretenden sacrificar,
la vi ayer, se dirigía al palacio. Es una mujer de belleza inigualable, mas su
energía es tal vez lo más hermoso que alguna vez haya sentido. Si es ella el
símbolo de todo lo que hoy hay es nuestra misión rescatarla, aún cuando eso
signifique nuestra muerte.
Acto seguido cambiaron el rumbo y se dirigieron de prisa hacia
Mitagora Neiv. Sabían que ahí se llevaría a cabo el ritual, sabían que ahí
deberían combatir. No sentían miedo, pero tampoco hablaban, una concentración
sin igual los envolvió por largas horas, cabalgando sin detenerse, sin hacer
caso al cansancio ni a la sed ni al hambre.
Lo único que les permitió soportar el trayecto fue esa gentil melodía
que en sus mentes rondaba, una que sin saberlo los tres escuchaban y que a su
vez les imprimía energías para continuar, un sutil canto de fresco aliento que
llegaba a sus rostros, a su camino, a su encomienda. Era el suspiro que Elissa
desde la distancia les enviaba, sin saberlo, llenando el vacío que entre su ser
y ellos había con besos transformados en brisas de flor.
Sí, estando tan lejos, ya en el seno de un lóbrego distrito, a pocos
días de ser sacrificada, cada rezo suyo era una esperanza para los tres
campeadores y para el mundo entero. El suspiro de la doncella, lejos de allí,
viajaba por el cielo y les otorgaba valor.
CAPITULO II: DE EL GRAN DIOS Y LOS NUEVE DIOSES
PEQUEÑOS.
Nueve son los dioses pequeños, así
como nueve los demonios que se oponen a su armonía. Cada uno de ellos es deidad
de algún reino o nación y es adorado y respetado a través de los años, los
siglos y las generaciones.
Las tribus bárbaras, los señores de
hielo, los aborígenes de las zonas aún no conquistadas y las castas deformes,
siguen los designios de los demonios y su mal. En sus corazones está impreso el
legado que yace escrito en el Libro Negro de los Magos del Norte de Nectámbulo
Sorio y hacen de sus días una penitencia constante para conseguir la
consumación de la peste, el dolor y la oscuridad.
El reinado de Arion, las comunidades
de las tierras altas y los pueblos que viven al otro lado del mundo veneran a
alguno de los distintos dioses pequeños y cobijan en sus corazones la esperanza
de vida que surge en el albor de cada mañana.
Porque nueve son los dioses pequeños
y nueve los demonios que se oponen a su armonía. Mas existe un gran Dios, señor
de cuanto ha sido hecho, que se encuentra en otro nivel de energía haciendo
cumplir la ley cósmica que rige la influencia universal.
Ninguno de los dioses pequeños ni de
los nueve demonios de la nada son capaces de comparar sus poderes a los del que
todo lo ha hecho, mas tienen libertad de acción en la transmisión de su
influencia. Ellos pueden orientar a quienes adoptan sus mandatos para que busquen
con sus actos el desequilibrio de las auras. Los dioses pequeños guían a su
gente hacia la bondad y el bien. Los demonios intentan llevar al mundo hacia el
caos y la destrucción. Sin embargo, ninguna de estas 18 divinidades tiene
permitido influir directamente en la sucesión de acontecimientos, es decir,
ninguno de ellos puede interferir con su fuerza en batallas, conflictos o
guerras. De hacerlo, de atreverse, el Gran Dios que todo lo ha hecho lo
castigará con su inmenso poder. Porque el orden supremo debe ser respetado,
para así asegurar el brote eterno de nuevos mundos.
El castigo para el dios o demonio
que no cumpla esta básica ley es perder su condición de poder por una jornada
de dos mil años, tiempo durante el cual su energía bagará sin rumbo por las
constelaciones. Tras el cumplimiento de la condena la energía de ese dios o
demonio renacerá en algún ser carnal de alguno de los mundos creados, debiendo
vivir y sufrir como todo individuo de destino mortal. Si es capaz de salvar con
éxito los obstáculos que experimente en el transcurso una historia podrá
retornar a su sitio superior en el cuarto nivel de las estrellas del cosmos. Si
no es capaz de resolver esas dificultades su esencia magnánima se perderá por
siempre produciendo desde ese día y hasta el fin el desequilibrio entre las
fuerzas que representan el bien y el mal.
Es así como hace muchos años, tantos
que es imposible nombrarlos, en un mundo lejano una gran guerra se libró. Todo
tipo de engendros, calamidades y abominaciones intentaron exterminar a los
pacíficos seres de catorce comunidades de un joven planeta. La suerte de esos
millones de almas ya había sido dictaminada y los enemigos del bien estaban
prontos a doblegar otro mundo. Pero una tarde, cuando dichos ejércitos malignos
se aprontaban a celebrar su victoria, un gran alboroto se desencadeno en los
cielos. Tormentas rojizas y azules sacudieron a los hijos de los demonios
confundiendo a sus fuerzas y obligándoles a retroceder. Se cuenta que esa noche
la furia de un dios acabó con cuanta raza de odio existía en ese cuerpo
celeste, se cuenta que el último de los dioses pequeños, el dios de la Novena
Aurora, adoptó cuerpo terrestre y rompió así la más sagrada ley. Un guerrero
sin nombre, brillante y volador, detonó su poder y cambió de ese modo el
destino estelar que el Gran Dios había previsto.
Posteriormente dicho dios pequeño
fue castigado y su alma vagó por veinte siglos. Mas esos siglos un día
acabarían y la Novena Aurora debería volver a darse. Volvería a nacer y
debería, para así conservar la armonía universal, superar los designios que en
una historia mortal habría de enfrentar.
El dios de la Novena Aurora nació
pues en esta tierra el noveno día del noveno ciclo del año 9,000 de la Cuna de
Sol. El mismo día en que el Caballero de la Esfera de Plata fue dado a luz, el
mismo día en que su hermano gemelo, el príncipe de Arion, nació también.
Nueve son los dioses pequeños, así
como nueve los demonios que se oponen a su armonía. Mas existe un Gran Dios,
señor de cuanto ha sido hecho, que se encuentra en otro nivel de energía
haciendo cumplir la ley cósmica que rige la influencia universal. Si uno de los
dioses pequeños es castigado por romper la única ley deberá por sus medios
superar los obstáculos de una historia mundana otorgando así nuevamente el
equilibrio justo que el universo requiere. Pero si no es capaz, si uno de los
dioses pequeños muere o es vencido en el transcurso de esa historia, los nueve
demonios de la nada podrán hacer uso de su desigualdad de energía, pudiendo
así, de una vez y finalmente, liberar al gran señor del mal que en el inicio de
los tiempos fue encarcelado y rendido bajo el poder del que todo lo ha hecho.
Será en ese momento cuando el universo entero se suma otra vez en el desorden y
la miseria, por los siglos que vendrán y por el pasado que ya fue escrito.
Porque el tiempo es sólo la ilusión de las almas que nacen en un mundo creado
por alguien superior.
El gran señor del mal, reflejo de
todo lo que no merece mención, está sepultado bajo el trono del que una vez
todo lo esculpió, esperando furioso el momento de su liberación, para
aprisionar la vida y reventar corazones. El gran señor del mal nunca ha estado
en ningún lugar, mas siempre ha existido en el pecho derretido de los que han
sido quemados por la vileza. Nueve son los dioses pequeños, así como nueve los
demonios que se oponen a su armonía, pero hoy sólo uno de ellos escribirá en su
destino el desenlace de la última historia.
Y la doncella, símbolo de la
esperanza, espejo de la bondad y de lo que debería llegar a ser. Su belleza es
la fe de la Novena Aurora, su nombre es más que el nombre de una simple mujer.
La Estrella de la última aurora, de la novena, esa es ella, la que tiene que
hacer prevalecer el bien en el declive de la contienda.
El príncipe de Arion es el príncipe
sin nombre, puesto que nunca fue bautizado al leerse en su carta astral un
confuso destino. Mas fue el primero en nacer de las dos almas gemelas debiendo
ser coronado príncipe por sobre los deseos de sus padres. Eso fue lo que el
Mago Draid, consejero del trono, sugirió a los reyes aquel día de gloria. El
príncipe de Arion es el príncipe sin reino, el príncipe con minúscula que fue
derrotado por los señores del oeste. Ese fue el desenlace fatal que el día de
su nacimiento se leyó, ese fue el desenlace al que el Rey Sarfelotóm y la Reina
Ipicha nunca quisieron oponerse, porque podrían haberlo hecho, haber destituido
de su principado al que primero vio luz para haber puesto en su lugar al
Caballero de la Esfera de Plata, portador de cuanto esplendor y suerte se leía
en el reino de Arion, Capitán de las tropas de resguardo, gladiador y sabio
consejero.
El príncipe de Arion era inseguro y
rebelde, un joven hombre que vivió siempre en la contradicción de los polos,
amaba su bondad, pero también amaba su locura, esa constante mansedumbre ante
los manjares de la vida, ante las pimpollas mujerzuelas de las tabernas y ante
los licores que alborotan, ante los paseos sin rumbo y ante las semanas de
honda perdición. De espíritu poeta, era un entristecido y rabioso que deseaba
despertar. Por ese motivo cuando vio a Elissa, sublime doncella de los poblados
de Tauro, no pudo sino enamorarse, creyendo que al fin había hallado a la que
un día su alma errática perdió, un día, en alguna vida que se convirtió en
leyenda, en su privada leyenda.
El Caballero de la Esfera de Plata
en cambio era un hombre seguro de sus convicciones, adorado por todos los
ciudadanos de Arion. Desprendido y generoso, valiente y arrojado, sabio
iluminado, vaticinador de las venideras fortunas. Solitario sin embargo,
viajero defensor, desde los quince años cabalgó junto a uno o dos fieles
acompañantes para darle fin a los dragones de la zona de Neiv. Se dice que una
noche de estrellada claridad, cuando a los catorce años recién había sido
nombrado caballero, se le apareció en espíritu el gran dragón blanco Alzir,
señor de los cielos terrestres, para encomendarle una misión que antiguamente
sólo fue expresión del coraje de los semidioses: acabar con la raza maldita de
dragones negros.
En los últimos días de la guerra
librada en contra de los señores del oeste, cuando Urxzamenong ya se posaba la
corona en su cráneo, la desigual postura de ambos hermanos frente a la vida los
llevó al límite máximo de su desesperación. Al ver a su pueblo sumido y vencido
se trenzaron en contienda frente a los soldados del reino, a pesar de las
recriminaciones que el Caballero del Lobo Errante les lanzó. Fue una lucha
pareja, que parecía no tener fin, pues ambos eran de los guerreros de su pueblo
sin dudas lo mejor.
Después de casi una hora el
Caballero de la Esfera de Plata fue herido por la espada de su hermano en uno
de sus brazos, ante lo cual cayó de rodillas fruto de la pena más que del
dolor. Él nunca pensó que quien era sangre de su sangre realmente fuera a
victimarlo, motivo por el cual las lágrimas cayeron una tras otra de sus ojos.
Posteriormente se levantó y montó su caballo para salir galopando al campo
abierto en completa soledad, desde ese día nunca más se le volvió a ver.
Esa misma jornada el Caballero del
Lobo Errante dejó el castillo de Arion, en compañía de su fiel canino, el que
jamás le abandonaba. A pocos kilómetros fue interceptado por incontables
rivales de los que pudo huir finalmente, mas no sin dejar parte de sí en esa
aventura: el Lobo Errante, su mascota y camarada de mil batallas, fue muerto
por un dragón negro que lo agarró desprevenido, lo tomó con sus garras y lo
trasladó por los cielos para dejarlo caer sobre los bosques que a lo lejos se
divisaban. Desde ese momento juró no volver a las tierras de Arion, furioso por
lo que consideró una traición de esos dos monarcas adolescentes.
Días más tarde el Rey Sarfelotóm y
su reina fueron degollados en la plaza principal, mientras la princesa Hiamil,
hermana menor de los gemelos, fue enviada junto a sus doncellas a las tierras
de las castas deformes como un obsequio para el horripilante Zratas, súbdito de
Urxzamenong y monarca de esa raza espantosa.
El príncipe de Arion huyó salvando su vida, mas condenando a su corazón a
una culpa sin control. Esa noche el mismo Urxzamenong, parado en lo alto de su
nuevo palacio, gritó el destierro y el deshonor del príncipe. Ni siquiera
dictaminó su búsqueda y muerte tildando su escape y futura vida como el destino
de todo cobarde.
Una semana más tarde el Caballero de la Esfera de Plata regresó a las
puertas del reino, ingresó sigiloso, cobijado en un disfraz y en la espesa
neblina, para por sí mismo dar muerte no sólo a más de diez soldados del oeste,
sino que también a la madre del emperador, a la centenaria Irxzamaran. Fue esa
noche cuando Urxzamenong proclamó su odio por aquel caballero, al que juró dar
muerte algún día para después despedazarlo y dar su carne a los cerdos.
Por su parte el Caballero del Lobo
Errante se infiltró en la fortaleza de Zratas, en los dominios de Fremolz, nido
de los guerreros deformes, para, sin necesidad de librar pelea, ayudado tan
sólo por su inteligencia y sagacidad, liberar a la princesa Hiamil, a quien
atormentada trasladó a las tierras altas para que se ocultara hasta que uno de
sus hermanos la buscase. Sin embargo por las doncellas que acompañaban a la
muchacha no pudo hacer nada, quedando estas bajo el mandato de almas sin paz.
Dos años habían pasado, 21 de ellos tenía cada hermano, 32 el Caballero del
Lobo Errante. La princesa Hiamil seguía oculta en los templos de los señores de
las montañas, aún sin poder superar las atrocidades de que fue víctima en manos
de los grotescos habitantes de Fremolz. De sus doncellas más no se supo, el
reino de Arion era el reino de Urxzamenong, la Novena Aurora estaba pronta a
ser, pero no había un plan, ni ejército ni nada, sólo una doncella que llevaba
al arrojo, sólo una doncella que hacía querer poseer más valor, que portaba
confianza en el logro de lo imposible.
Porque nueve son los dioses
pequeños, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía, el dios de la
Novena Aurora estaba pronto a renacer, no obstante los despojos de las
tinieblas intentarían aplacar su arribo.
CAPITULO III: EL CAUTIVERIO DE LA DONCELLA.
Elissa reposaba semi desnuda, cubierta sólo por un diminuto ropaje de
tela, sobre las cobijas que le habían dispuesto al interior de una jaula en el
salón principal de la fortaleza de los guerreros deformes. Horas antes se le
obligó a comer carnes y frutas, así como a beber vino de las comarcas aledañas,
vino que llevaba pociones adormecedoras y exaltadoras de pasión, por lo cual se
encontraba en medio de un sueño que alteraba la paz de su inocencia. Se
estiraba y se estremecía con esos pensamientos y fantasías que en su
inconsciente creaba, suspiraba sin control, sollozaba y esgrimía tenues
palabras, inentendibles para quienes la observaban desde afuera ensimismados
por el espectáculo que sin querer estaba brindando. Zratas en compañía de sus
soldados reía y gritaba con cada movimiento de la linda jovencita, tentados a
irrumpir en la jaula para proceder a someter a quien no podía ser sometida,
puesto que virgen debía ser sacrificada el día de la Novena Aurora. De pronto una
serie de quejidos se liberaron como súbitos derrames de frenesí de la fina boca
de la doncella, sus caderas se levantaron agitándose al compás de alaridos
ingenuos para de un momento a otro explotar en una expresión de satisfacción
que parecía sin final pero que sin embargo acabó en una honda mueca de tibio
agrado. Sus muslos blancos, poderosos y bellos, sus labios como fresas de los
campos más puros, sus caderas de mujer, eran un obsequio no merecido por los
infames que la contemplaban.
En eso uno de los guerreros deformes no soportó su irracional deseo y
arremetió en contra de la jaula para tomar a la doncella. Agarró los barrotes
con sus poderosas manos y comenzó a doblarlos sin dificultad, gruñendo como una
bestia. Dos de los soldados de Urxzamenong, imponentes gladiadores
humanos que no obstante parecían hormigas junto al furioso deforme, intentaron
detenerlo, pero lo único que lograron fue que el transgresor les diera muerte
con sendos golpes en sus cráneos. Urxzamenong sólo miraba sin decir palabra ni
demostrar temor. Zratas en cambio sonreía, viendo que al parecer la fuerza de
sus guerreros era más que suficiente para hacerse del poder y dejar de
humillarse a los pies de ese desfachatado emperador.
El deforme finalmente arrancó los
barrotes para ingresar a la jaula y lanzó un ronquido ensordecedor que despertó
a Elissa, quien de inmediato comenzó a llorar y gritar en búsqueda de auxilio.
Pero no había quien la auxiliara, el atroz engendro dio un paso poniendo una de
sus piernas en el claustro. Ya poco podía hacerse. Pero en eso Urxzamenong
levantó su cabeza perezosamente, miró el techo y dejó caer la vista, para que
sin más apareciera desde el cielo del gigantesco salón el dragón negro Urdron
que en vuelo cogió con sus mandíbulas al insensato para devorarlo lentamente
frente a los ojos de Zratas, como quien revienta y mastica una uva,
insignificante pero sabrosa.
-
¡La doncella debe ser sacrificada virgen! –
gritó furioso Urxzamenong a medida que se levantaba y se acercaba a Zratas – Si
otro de tus miserables monstruos intenta algo parecido tú serás el que se
descarne en las quijadas de Urdron.
-
Perdona la torpeza de mis guerreros mi
señor – se arrastró el fenómeno –, te juro que no volverá a ocurrir. De
inmediato mandaré a decapitar a los hijos de ese maldito. Pero entiende, la
belleza de esta mujer humana es algo que nunca habíamos visto.
-
Calla Zratas, inepto adalid, te he dado las
mujeres más bellas de este mundo para que tú y tus soldados no tengan que
arrullarse junto a sus abominables hembras, mas escúchame bien que no lo
volveré a repetir, tu fortaleza está rodeada por mis mejores soldados y por los
batallones aéreos de Urdrón, si pretendes traicionarme mejor pospón tus planes,
porque de tu raza no dejaré nada – finalizó diciendo, como adelantándose a los
planes de su anfitrión –
Las castas deformes forman una
nación de miles y miles de seres que habitan los pantanos y campos sombríos
cercanos al bosque embrujado de Néptuno del Séptimo Plano. Son humanoides que
alcanzan casi los tres metros de altura, con rostros desfigurados y fuerza sin
igual. Su intelecto a pesar de ser limitado es suficiente como para establecer
una cultura con propios códigos y sanciones. Fueron hechos hace siglos por los
magos del Norte de Nectámbulo Sorio, cuando estos gobernaban la tierra, como
una manera de fortalecer el poder de los demonios de la nada. En su corazón
viven la guerra y las calamidades sucedidas a través de los tiempos, así como
el vicio y la no misericordia de todo lo que no tiene razón de ser. Ofrecen sus
servicios de guerra a quien tenga el poder de las armas pidiendo a cambio
riquezas, territorios y, por sobre todo, mujeres humanas, para de esa forma no
tener que relacionarse con sus propias hembras más que para procrear. Esto
porque aún entre ellos se perciben horribles, lo que produce que la visión de
sus padres y hermanos desencadene la rabia y el asco del espejo que no cede.
Las mujeres humanas enviadas a
Fremolz son mantenidas con vida únicamente para hacer los placeres de los
guerreros de Zratas, quienes las someten hasta que pierden su belleza.
Posteriormente son expulsadas del palacio de su amo para pasar a ser esclavas
de las familias deformes.
-
¡Traedme a Beatriz! – ordenó Urxzamenong –.
Minutos después apareció
arrastrándose desnuda quien en un momento fuera la mujer más hermosa de Arion,
Beatriz, la misma que había sido prometida en matrimonio al príncipe sin
nombre, la misma que lo traicionó y que propició el triunfo de los bárbaros del
oeste.
Su belleza pasada era ya sólo una
visión de lo que una vez fue. Tiraba de sendas cadenas y el cansancio de su
cuerpo evidenciaba los años de malos tratos.
Se trasladó cabeza agacha hasta
llegar a los pies de Zratas, los cuales besó como acto de sumisión. “El gran
emperador necesita hablarte”, le dijo este, permitiéndole esbozar palabras
después de años de casi completo silencio.
-
Tiempo ha pasado desde la última vez que
nos vimos Beatriz, mas veo con asombro que vuestra soberbia se ha extinguido –
se burló Urxzamenong –.
-
Estoy para servirte mi señor – respondió
ella sin atreverse a mirar al emperador –.
-
Eso es justamente lo que requiero. Una vez
ya me confiaste las debilidades de tu reino, mas ahora deseo conocer las
debilidades de vuestro príncipe.
-
Mi príncipe ya no es tal, hoy sólo es un
alma sin refugio – lo contradijo ella –
-
¡Calla estúpida mujer! Calla y sígueme.
Tras esas palabras Urxzamenong se
retiró del lugar hacia sus habitaciones en compañía de Beatriz.
Cuando Beatriz tenía 13 años fue
prometida al príncipe como futura esposa. Este siempre la había querido, y más
que eso siempre se deslumbró con su cándida preciosura. Desde ese momento ella
pasó a formar parte de su familia en espera de aquel día que más temprano que
tarde habría de celebrarse. Cuando en ambos los 18 años ya hubieran pasado se
unirían al fin y sellarían con su amor la paz y el futuro del reino.
Sin embargo una noche, cuando
Beatriz estaba pronta a cumplir la citada edad, un solitario dragón negro se
poso en los balcones de sus estancias: “El señor del oeste desea conocerte
hermosa doncella, y ha enviado estos obsequios para demostrar su admiración por
ti”, le dijo la bestia mientras le entregaba un cofre repleto de exuberantes
joyas, lo que hizo los deleites de la muchacha. Ella dudó, pero igualmente esa
misma noche se reunió con él, quien sin mediar pormenores le enseñó los
secretos del placer y la enamoró engatusando su frágil consciencia con sus
modos extranjeros, con su facha agresiva de joven bárbaro señor.
Desde esa noche y por semanas se
reunirían de madrugada y se irían haciendo cómplices de la futura invasión.
Beatriz robó los planos del palacio así como de la ciudad, informó la rutina de
las tropas reales y señaló el momento preciso en que la ciudad debería ser
tomada: el día de los Juegos Libres de los señores de las montañas, porque ese
día El Caballero de La Esfera de Plata y el Caballero del Lobo Errante
marcharían a participar junto a sus huestes en las competencias. Estando el
príncipe sin sus capitanes, sólo con la longeva compañía de su ya retirado padre,
le sería imposible oponer suficiente resistencia, por lo cual al regreso de los
otros, semanas más tarde, la victoria estaría casi consumada.
Urxzamenong le prometió a Beatriz
reinar a su lado, hacerla reina sin discusión de cuanto sus ojos podían ver,
amarla y protegerla, entregarle poder. Pero eso no ocurrió, al obtener el
triunfo Urxzamenong la envió como especial regalo a manos de Zratas, el que la
haría su esclava, compartiendo sus encantos con sus más cercanos gladiadores.
Dos años exactos había pasado en esa
situación, los que bastaron para borrar la energía de la inocente criatura que
una vez fue, los vicios y excesos se leían en sus ojos, así como el honor y el
orgullo eran difíciles de descifrar.
Ahora Urxzamenong deseaba que
revelara el espíritu del príncipe, así como las fortalezas que pudieran
ayudarlo en una rebelión. Eso a pesar de que su muerte ya había sido ordenada,
porque el emperador era precavido, así como frío y ruin.
En tanto, el príncipe y sus
capitanes cabalgaban sin tregua sobrepasando el límite de la resistencia de un
hombre. Cuando rebasaron un risco de alta cumbre se encontraron sin aviso con
un dragón negro que a pocos metros los esperaba enalteciendo sus matices
oscuros gracias al reflejo solar que en sus escamas rebotaba. Se detuvieron y
lo miraron, el animal, grandioso y enérgico no retrocedió, más bien los desafió
lanzando sendo soplido al aire. “Dejad que yo lo enfrente”, solicitó el
Caballero de la Esfera de Plata, ante lo cual los otros dos guardaron silencio en
signo de venia.
El caballero tomó su espada y
cabalgo velozmente hacia su contendiente, otro dragón negro, uno más, después
de las decenas, más de cien seguramente, que habían muerto bajo su furia de
justicia. Porque pequeño era, mas sorprendente y hábil como un halcón.
Hondeando su filo se aproximó con la vista fija en el ser alado, sin embargo
cuando estaba a poco de iniciar la pelea se detuvo, enfundó el arma y bajó del
caballo.
Esto hizo que sus dos amigos se
acercaran también, curiosos por descubrir que era lo que había salvado la vida
de ese dragón.
-
Me inclino ante el semidiós domador de
dragones sin alma – le dijo el alado al caballero mientras inclinaba su largo
cuello demostrando respeto –.
-
Y yo me inclino ante ti dragón, contento al
saber que seres como tú aún existen.
Aquel dragón no era un ser del mal,
al contrario, su pelaje azulado golpeado por el sol hacía parecer a lo lejos
que estaba cubierto por negras escamas, pero su rostro bondadoso relucía al
acercarse.
-
Mi nombre es Hol, y he venido a ustedes
enviado por el gran dragón blanco Alzir, soberano de los cielos terrestres,
para señalar el camino y solicitar vuestra gracia – explicó el benigno volador
dirigiéndose al príncipe esta vez –.
-
¡Acaso Alzir no es sólo un mito! – exclamó
el príncipe –.
-
Un mito en mentes reducidas, mas un grito
de libertad en el pecho del que desea el bien – respondió molesto Hol –. Tu
hermano fue testigo de su visión y ha cumplido con honor su encomienda, mas tú
príncipe estás en deuda con tu propio honor y con tu gente.
-
Habla entonces dragón, habla – solicitó el
príncipe, tomando el turno de la molestia –.
-
En estos momentos os dirigís hacia vuestra
muerte, sin aliados ni estrategia que os resguarde, mas sabéis que el mal no es
indestructible y os cobijáis en el calor de vuestra Estrella. Alzir ha previsto
este grueso final, mas no ha previsto de él el último resultado. En estos
momentos en tu reino sólo quedan las antiguas tropas que te obedecían, pues la
mayor parte de los ejércitos del oeste se han estacionado en donde su amo los
vigila. Alzir os pregunta: ¿nos brindáis la gracia para conseguir otra vez la
lealtad de los tuyos?
-
¿Y cómo harán eso?
-
Con el poder del protector de los cielos.
Nuestro ejercito de dragones está a las puertas de tu castillo, listo para
tomar la ciudad una vez que nos des la orden. Durante siglos hemos esperado el
día de la Novena Aurora, para ayudar al último dios a recobrar su lugar en las
estrellas.
-
Háganlo, tienen mi venia.
-
Buena ha sido vuestra decisión príncipe que
renace, ahora ve y sigue camino junto a tus fieles capitanes, sólo juntos
podrán cumplir su mandato, mas esperen noticias del gran dragón.
Los tres retomaron su travesía y
comenzaron a alejarse del dragón azul que se encumbró en el cielo por sobre las
nubes para dirigirse raudo hasta Arion.
El Caballero de la Esfera de Plata
pensaba en el reciente encuentro, estaba realmente feliz al saber que esos
seres aún vivían y que eran un ejercito pronto a alzarse. Pensaba también en el
saludo de Hol: “semidiós” le había dicho, algo que tendía a confundirle, él
nada más era un ser humano, uno que había librado varias veces de la muerte
gracias a su intuición y a su fortuna. Todo lo vivido hasta ahí le brindaba
nuevas energías, acrecentaba su deseo de dar su vida a cambio de la salud de
esa doncella que no conocía pero que aún así sentía en su corazón, a la cual en
secreto amaba como a ningún otro ser o persona, a la cual quería profundamente
y por alguna extraña causa, a la cual también quería su hermano, por alguna
extraña causa también.
El príncipe por su parte se
entristecía, el reclamo de Hol le había herido, sin embargo sabía que era
cierto, no tenía honor y no había sido capaz de resguardar a su pueblo. Y eso
le abatía, ya sin fuerzas físicas debido a la travesía su espíritu le
abandonaba también. Creía no ser capaz de salvar a su doncella y se sentía
inferior a los que junto a sí cabalgaban. Pero era príncipe, él lo era, y ellos
confiaban en su liderazgo, en ese poder que por algún motivo le asignaban.
Siendo así no le restaba más que seguir adelante hasta llegar a la que
seguramente sería su muerte.
El Caballero del Lobo Errante
también marchaba triste, pues cuando el dragón azul iba a elevarse lo llamó y
le dijo: “el alma del lobo sin origen, del que fue tu medio hermano en batalla,
se ha encontrado conmigo al final de su ruta. Ahora que es señor de los suyos
te envía un saludo y la promesa de que un día le volverás a ver”. Eso, la
confirmación de la muerte de su compañero, la confirmación de que su alma vagó
antes de encontrar su cielo, de que tendría que esperar su propia muerte para
volver a recorrer juntos los valles, lo llenaba de nostalgia. El le creía a
Hol, sabía que esos dragones de las cumbres más altas del mundo poseían
cualidades celestiales y que podían si así lo deseaban comunicarse con los que
ya partieron.
Al amanecer del siguiente día las
cosas no habían cambiado. Los guerreros seguían su cabalgata y la doncella
continuaba cautiva. Las dudas eran tremendas, lo eran en el pensamiento de cada
uno de ellos, pues comprendían que su sino era confuso, presentían la derrota y
el pesar. Sin embargo, ni siquiera la casi total seguridad de su fracaso los
hacía retroceder, si su vida tenían que dar lo harían, en ningún instante
dudarían de tal decisión, mas no partirían sin llevarse con ellos a
Urxzamenong:
-
Tú bien lo sabes capitán, mi presunción es
cierta, tu destino tiene una marca de fuego incorruptible que sólo se
apaciguará cuando acabes con el cruel emperador. Si el camino de tu historia
fuera otro el mandato divino no existiría, mas un dragón de Alzir no llamaría a
cualquiera “semidios” – le dijo el Caballero del Lobo Errante al de la Esfera
de Plata, en un intertanto de descanso que se tomaron ya cerca de las tierras
de sus contendientes –.
-
Un dragón negro agonizando bajo mi espada
es un trofeo digno de mi pericia, eso no lo negaré, y lo serán dos ó tres y aún
más, sin embargo la muerte del Monstruo Marino no es una argucia posible para
mis sentidos.
-
No serán tus argucias ni tu evidente
pericia la que selle el desenlace de tu misión...
La llegada de Urxzamenong fue
predicha en los inmemoriales libros, siempre se supo que un día nacería.
Algunos azuzados generales quisieron ser reconocidos como el verdadero
prodigio, pero en definitiva su poder y su imperio resultaron ser pequeños. En
cambio el bárbaro del oeste tenía en su aura el mal, el cual arrastraba consigo
a través de continentes. Invencible era el adjetivo que de sí más sonaba, se
había esparcido en el planeta la leyenda de su inmortalidad. ¿Quién podría
vencerlo? Ningún hombre mortal, eso decían los ancianos, eso presagiaba la
antigua gente.
“... Entonces, esa fría noche
arribará en nuestro mundo el Monstruo Marino, trayendo consigo la destrucción
que reanimará a los demonios y a los impuros de corazón. Y la tierra temblará,
lo hará cada hombre y cada nación... mas un día de sol se presentará ante él el
semidios, pues sólo él es quien tiene en su espada la fuerza que derribará su
potestad...”. El Caballero del Lobo Errante les leyó una vez más a sus amigos
la leyenda del gran emperador, la que señalaba su apogeo y su fin, intentando
convencer al de la Esfera de que era él quien debía enfrentarlo.
En Arion, los dragones del ejército
de Alzir en forma extraordinaria habían recobrado la lealtad de los habitantes
del reino hacia su príncipe, como lo había prometido Hol. Tras combatir a las
fuerzas de defensa que Urxzamenong dejó a cargo de Crasson lograron hacerse del
dominio obligando a los bárbaros a retirarse hacia Mitágora Neiv. Repeler a los
dragones les fue imposible, sobretodo tomando en cuenta que sus propios aliados
voladores estaban junto al leviatán Urdrón en los distritos de Zratas.
Las antiguas huestes del príncipe
lucharon también por la liberación y a esas horas se reorganizaban para ir a
brindar su ayuda más allá de los bosques embrujados.
El ejército de Alzir rodeó toda la
vasta zona, mas él no se había presentado aún, las voces decían que en realidad
ya había muerto hacía siglos, y que nada más su energía invisible guiaba a los
suyos. Los que sí se veían eran sus más adelantados caudillos, Hol, comandante
de los doscientos dragones azules, y Alzaminair, gigante jefe de los
trescientos dragones multicolores de la ciudad escondida de Veta.
Al amanecer que siguió a la victoria
las reconstruidas tropas de Arion se dirigieron a Mitágora Neiv en compañía de
Hol, Alzaminair y sus batallones aéreos. Tres días más tarde llegarían los
soldados a su fin, tardando uno más que los que el príncipe y los caballeros
demoraron en llegar hasta las líneas de Urxzamenong. Los dragones en cambio
arribarían esa misma tarde cargando en sus lomos a los soldados más feroces de
las tierras altas.
Mientras, en la fortaleza deforme la
suerte de la doncella comenzaba a empeorar, puesto que aprovechando que el
emperador se había retirado a supervisar a sus tropas, Zratas hacía brotar su
fama de depravada criatura:
-
Debe ser virgen el día que sea sacrificada,
no lo olviden sanguijuelas – le dijo en medio de risotadas a tres jóvenes
mujeres humanas que antiguamente fueron cándidas muchachas de algún palacio y
que se aprontaban a cruzar el umbral de las rejas en que estaba Elissa –.
Poséanla, pero sin desatar la furia de Urxzamenong.
El malvado se echó frente a la jaula
rodeado de sus servidores y de un grupo de mujeres que deambulaba de acá para
allá atendiendo a cuanto despojo lo solicitaba. Elissa se puso de pie, a la
defensiva, se agazapó en un rincón y trató de dialogar con las recién llegadas,
pero estas no escuchaban y se aproximaban a ella con claras intenciones de
provocarla. Al rato las intrusas forcejeaban con la doncella que trataba de
sujetar sus escuálidas ropas. Recibió un golpe en la mejilla y tambaleó, para
luego enfurecerse y luchar. Se defendía perfectamente impidiendo que las otras
se acercaran, pero sabía que tarde o temprano la iban a doblegar, y por eso
sufría, la humillación era tremenda, con tantos ogros riendo y burlándose, con
esas pobres mujeres que enardecidas la observaban. Pero no sentía odio ni
rencor, por algún motivo los sentimientos de su corazón eran sólo la pena y la
misericordia por cada uno de los que allí estaban, deseaba librarse de su
karma, eso claro estaba, pero deseaba más que eso que dichas almas en pena se
liberaran también. Seres creados para aborrecer y dañar, mujeres maniatadas y
obligadas a transformarse, un pueblo sin vida, nido de cuanto mal flota en la
espesa brisa de los pantanos.
Cuando las fuerzas la abandonaron
cayó sollozando al piso, oportunidad que aprovecharon las intrusas para
montarse sobre su cuerpo. Pero en un instante la locura que estaba pronta a
tomarla acabó, sonaron las campanas de alerta, Zratas se levantó nervioso,
ordenó posponer el festín y salió presuroso con sus gladiadores dejando a
Elissa en paz.
La muchacha lloró, el miedo la había
vencido, su destino era incierto, al menos el destino de ese día. Pese a ello a
lo lejos veía su muerte y la no consecución de sus sueños, de sus legítimos
sueños de mujer.
CAPÍTULO CERO: EL DIALOGO CON URXZAMENONG.
Casi dos metros medía Urxzamenong, hombre fuerte e
inteligente, de cabellos rubios y largos, de tupida barba teñida de color verde
con las raíces de los matorrales de su tierra. Estratega y comandante, guerrero
y negociador, con treinta y siete años de vida se dedicaba a regir los territorios,
naciones y reinos que a fuerza de espada conquistó. Por lo general atravesaba
las fronteras de pacíficos pueblos sin previo aviso y destruía todo lo que con
esfuerzo de años habían tardado en construir. Se apoderaba de sus riquezas,
maniataba a sus mujeres, secuestraba a niños y niñas y encargaba su soberanía a
algún aliado que en su ausencia administraba sus posesiones. Y se marchaba para
seguir conquistando, para seguir matando.
Sus tropas estaban constituidas por
seis mil bárbaros del oeste, los más temidos de lo que en la tierra se conocía
por su crueldad y sangre fría. A su vez, más de quinientos aborígenes de las
tribus seguidoras del gran señor del mal que se trasladaban de batalla en
batalla acompañados de feroces bestias peleaban por él y celebraban rituales
oscuros para protegerlo; mil, dos mil o tres mil guerreros deformes según las
circunstancias lo requirieran se sumían a sus designios; los ejércitos
voladores de dragones negros que contaban en sus filas con más de setecientos
alados establecieron un pacto de poder; y cientos de mercenarios que se unían a
su imperio según atravesaba el mundo, y que generalmente eran seres abominables
que no podrían ser imaginados por la mente de un humano común, acompañaban al
señor de la destrucción y nunca, nunca, se oponían a sus reglas.
Siendo así, poco y nada podían hacer
las ciudades que se cruzaban en su camino, sin más eran desoladas y sus
legiones sepultadas en sangre. Sólo el reino de Arion les había ofrecido algo
de resistencia, pero ni siquiera ellos pudieron hacer más. Sabida es la breve
historia que debieron vivir sus reyes tras ser conquistados.
Bajo la protección de brujas, magos
y demonios Urxzamenong parecía ser indestructible, con el destino de
convertirse en algún momento en mito y leyenda de todo mal.
A su vez, las regiones en que se
engendraba la putrefacción y el odio crecían gracias a su máximo general, por
lo que cientos de kilómetros de extensión ganaba anualmente el bosque embrujado
de Neptuno del Séptimo Plano, así como los pantanos y suciedades de Mitágora
Neiv. Los magos del Norte de Nectámbulo Sorio, que dormían en cuerpo más no en
malevolencia, usufructuaban también de los triunfos de su protegido. No había
bondad ni amor tan potente como para hacer frente a semejante plaga, no había
al parecer héroe ni pequeño dios que
pudiera guiar al mundo hacia su renacer.
Una vez que el reino de Arion fue
invadido el emperador decidió subyugar a las naciones y pueblos aledaños. Los
señores de las tierras altas aún oponían resistencia al momento de
desenvolverse los eventos que ahora se narran, ayudados por la geografía y por
sus centenarias maniobras de defensa. En cambio regiones granjeras como la de
Río Seco en donde las personas eran pacíficas y desarmadas fueron barridas por
el fuego. Misma suerte corrió Bailia, zona pesquera de esa parte del mundo, y
Tauro, esotérica comarca de tradiciones sin tiempo.
Fue en esa última zona, en Tauro, en donde Urxzamenong
sintió por primera vez que su poder era realmente imbatible. Mucho le advirtieron
los brujos del peligro que corría al pretender hacer suyas esas misteriosas
tierras, pero él de igual modo lo intentó, y en menos de tres días logró su
cometido, ayudado tan sólo por mil de sus bárbaros y tres dragones negros. Se
le vio caminando imponente en medio de los soldados de Tauro, blandiendo su
espada y dando fin a todo quien se le opusiese. Su armadura recibía las lanzas
y golpes de filo, mas nada era capaz de alcanzar su carne, y se sentía
invencible, y lo era. Los brujos se habían equivocado, ni siquiera ellos eran
capaces de calcular su potestad o el dominio de su imperio. Los brujos se
habían equivocado y él pisoteaba al único clan que por causa desconocida se le
dijo era un peligro.
Al terminar triunfal esa jornada
Urxzamenong mandó a buscar a las siete mujeres más bellas del lugar, siete
vírgenes dijo, para dejar en ellas las siete huellas de su perversidad.
Una a una fueron llegando a la
tienda del mal nacido, una a una fueron esperando que el señor de fuego
iniciara el festejo. Hasta que Elissa fue encontrada y fue vista por el
emperador a lo lejos. La visión de la muchacha lo encandiló por un segundo y
comenzó a sentir un mareo que antes nunca lo poseyó. El malestar se hizo
continuo a medida que la joven se acercaba, con los ojos vendados y las manos
atadas, envuelta en un sencillo atuendo de pieles. Un remolino de ideas le
impedía pensar hasta que en un instante casi pierde el control. Se afirmó de un
árbol que afuera de la tienda había y articulando apenas las palabras les gritó
a los soldados que se la llevaran de ahí: “alejáos con esa muchacha – les dijo
–. Llevadla a Arion y que allí me
espere, sus vidas dependen de que llegue sin rasguños”. En seguida los guardias
partieron dispuestos a dar su vida por la integridad de la doncella que, hasta
ahí, no conocía el rostro del exterminador.
Pero él sabía que sus miedos
habitaban en el corazón de esa mujer, en su belleza sin calificativos, en esa
pureza transmitida a su esencia por algo o alguien que nunca imaginó pero que
en ese atardecer, triunfal y negro, se le revelaba. Habían otras fuerzas, claro
que las habían, y tras casi cuatro décadas de vida al fin se presentaban. Una
mujer, delicada como una mariposa, estremecedora como un cuento de ángeles, era
capaz de hacerlo tambalear como ningún arma humana jamás pudo. Esa doncella,
sólo esa doncella, ella y nada más. Al parecer las advertencias no eran tan
absurdas, sin embargo igualmente el emperador sentía que estaba todo bajo su
dominio y control.
Tras
poseer a las otras seis inocentes Urxzamenong imaginó todo cuanto haría sufrir
a esa linda joven. Lo imaginó, mas antes de aquello decidió escapar esa misma
noche hacia el bosque embrujado de Neptuno del Séptimo Plano para pedir consejo
a la asquerosa bruja de Madran. Y ahí lo descubrió, no era una simple
coincidencia, esa niña, esa mágica jovencita, era la estrella que vaticinaba la
Novena Aurora, el fin de su supremacía. Pero él, monstruo marino, vándalo de
los doce suelos, señor de las bestias aladas, no podía permitir su arribo, haría
todo y más para que así no fuera. Sabía que en ello poco y nada podían sus diez
mil hombres, sabía que en ello poco y nada podían sus maniobras, monstruos y
dragones, sabía que en ello lo importante, lo único importante, era lo escrito,
lo que magos y brujas señalaban como penitencia: la doncella debería ser
sacrificada, había que arrancar su corazón y exprimirlo en nombre del gran
señor del mal. ¡Y hay de quien se opusiera a sus actos! Que si antes se vio en
él displicencia ante la vida, esta vez no habría tregua.
Elissa creció desde pequeña en medio
de afecto y preocupación. Si bien sus padres no eran por sangre tales, puesto
que recién nacida fue hallada una noche en las puertas de su hogar, su familia
nunca escatimó oportunidades para agradecer su presencia. De espíritu soñador
pero de funcional talento fue desde sus primeros años punto de encuentro de
toda su gente. Amigos y amigas brotaban por doquier y el pueblo entero
reconocía la diferencia. Esa diferencia que era luz de cometas, estrellas fugaces
que en su mirada existían. Un ser en su primera vida le decían a los padres las
ancianas, un ángel que perdió su estación, les aseguraban otras. Un ángel que
perdió su estación o que tal vez, tal vez, intencionalmente la abandonó para
efectuar un cometido de más alto orden. Yo que una vez la conocí y que entre
sus amigos fui uno de los mejores, puedo asegurar hoy la certeza de que nunca
más volveré a ver imagen tan bella y tan bello amanecer como aquel en que tras
una sonrisa me dijo que me quería y que en su corazón, en un rincón de él,
estaba mi nombre y mi propia sonrisa. Aveces en la vida optamos a riquezas y
agasajos, mas para mí ha sido su amistad el más tremendo obsequio. Un obsequio
que espero recobrar en alguna vida y en algún futuro, cuando mi pequeña alma se
ancle en el mismo puerto que la suya.
Por fortuna tras la conquista que mi
país sufrió, y en la cual con los míos luché, conservé la vida para poder
narrar estos sucesos que se plasman ahora como la evidencia de un milagro, de
un milagro hecho mujer. Mas esta es su historia y no la mía, es su paradojal
suerte, su vida, su muerte y su renacer.
Una vez estando en la fortaleza de Zratas el dragón Urdron la llevó ante la
presencia de Urxzamenong que la esperaba sentado en un trono de roca,
suficientemente cómodo para así no evidenciar el malestar que antes lo absorbió
en presencia de la doncella:
-
Días llevo esperando tu aparición hechicera de las
tierras de Tauro – le dijo –Y ahora que te veo de cerca no me pareces más
impresionante que las mancebas de Zratas. Estarás aquí cautiva hasta que llegué
la hora de tu muerte, hasta que llegue la hora en que con mis propias manos te
arranque el corazón.
-
No le temo a tu maldad Príncipe de la Miseria, mas sabrás
que mi vida sólo es un detalle de la fuerza que propiciará tu fin – respondió
ella instantáneamente, como si las palabras en realidad no las pensara por si
misma y le fueran trasmitidas por algún ser de energía superior –.
-
En mi jardín de rosas negras tu magia no tiene norte, tu
cuerpo será despedazado y tu carne devorada por Urdron. Y tu cráneo será
exhibido en toda ciudad como el reflejo de la suerte de quien se me oponga, has
venido a esta tierra para probar mi gran fuerza, pero se marchita tu flor ante
el calor de mi sol.
-
Sol y luz son lo mismo, has de conocer esa verdad,
estrella, cometa y luna también están en mí. Mas el señor de la niebla está
condenado a vivir en las sombras, maniatado por las garras invisibles de los
verdaderos creadores del terror. Sois una marioneta, debéis descubrir dicha
ley, y como marioneta has de quemarte un día en el fuego de la propia antorcha.
-
¡Calla ramera! Calla – escupió Urxzamenong, sufriendo el mismo malestar que
antes lo debilitara –. Yo soy el semidiós de la destrucción, tú eres una simple
aldeana. Tus poderes ocultos no son más que artificios que no podrán hacerme
mella cuando tu sangre se haya secado.
-
Mi sangre se secará, mas será sobre tu carne, será el día de tu
decadencia, el día en que renazca la Novena Aurora. Porque tú semidiós de la
peste, habrás de encontrarte una tarde con el semidiós de la luz, y ante él
arrodillarte para recibir tu condena.
Una vez que pronunció esas últimas
palabras Elissa se desplomó desmayada, como si recién hubiese salido de algún
transe o hechizo. Urxzamenong por su parte apenas soportaba el mareo, todo lo
que lo rodeaba giraba sin parar y su estómago bárbaro se retorcía de asco.
La doncella fue trasladada al salón de Zratas, en donde a la vista de
todos los presentes se le desnudó y vistió con insignificantes ropas para ser
encerrada enseguida tras una jaula.
Afuera de esas dependencias el rumbo de la historia tomaba distintos
caminos, todos conducentes a dos posibles finales: a la muerte de Urxzamenong
y de su fatal liderazgo o a la prolongación de su terror imperecedero en la
tierra.
CAPITULO IV: EL MITO DE LOS ANTIGUOS GUERREROS.
“¿Por qué os afligís soldados de Arion?”, murmuró con voz calma un
desconocido desde la oscuridad. Los viajeros habían decidido recuperar energías
antes de la inminente batalla y conversaban deprimidos alrededor de una tenue
fogata cuando el intruso les habló. Sólo se apreciaba su figura ensombrecida al
costado de unos matorrales, los caballeros y el príncipe desenfundaron raudos
sus espadas.
-
Sois
rápidos cuando de empuñar la daga se trata, ojalá lo seáis también para
clavarla en los guerreros deformes – dijo el desconocido, aún sin revelar su
identidad –.
-
Pues
acércate y compruébalo tú mismo intruso de la noche sin suerte – le respondió
el del Lobo Errante –.
-
Ahorra tus
fuerzas Errant Wolf para quienes realmente son vuestros enemigos – dijo el
recién llegado, llamando al caballero como sólo su maestro alguna vez lo llamó
–.
-
Revela tu
identidad por favor, ya sabemos que eres un amigo, puesto que sólo un amigo
conocería el nombre originario de este guerrero – solicitó el de la Esfera de
Plata
-
Cierta es
tu presunción Sfere Wolf, soy amigo de vosotros y también de quienes os
entrenaron, ya que con ellos navegué algún día en la proa de un Drakar.
El príncipe sin nombre no podía comprender. ¿De qué hablaba aquel
sujeto? ¿Quiénes eran los maestros a que se refería? ¿Acaso sus camaradas
vivieron un día aventuras para él desconocidas? ¿Acaso ellos gozaron alguna vez
de la guía de un mentor? El príncipe jamás tuvo uno, siempre renegó de
profesores y generales, pues ellos “se quiebran como tallos de maíz”, había
dicho algún día. Y siempre creyó, aún sin preguntar, que sus aliados pensaban
de la misma forma.
Cuando el enigmático visitante se acercó a la fogata y comenzó a relatar
su misión él y los demás pudieron entenderle. Era un hombre maduro que aún no
alcanzaba la cuarta década de su estadía, de barba negra y ojos pacíficos,
desarrollaba el oficio de Juglar. Vestía ropas simples y cargaba un bolso de
cuero verde en el cual guardaba los escritos milcentenarios de los dueños de la
sabiduría. De haberlo intentado ellos se hubieran dado cuenta que no había
pregunta ni cuestión que el otro no pudiera responder. Originario del
Continente Lejano, de aquel que nadie
conocía, este filósofo ontogénico tenía por objetivo traspasar a los
capitanes un mensaje supuestamente enviado por los antiguos Generales de Arion.
¿Pero cómo? ¿No habían encontrado muerte hacía años esos Lobos Alfa? ¿No habían
velado por días sus cuerpos los habitantes de Braguenor, el último lugar en que
su Drakar encalló? Al parecer así no había sido, ya que una carta especialmente
escrita para ellos señalaba las coordenadas de su actual paradero...
Muchos años antes, cuando el Caballero del Lobo Errante tan solo era
un puber peón de kriag, Arión se vanagloriaba de ser el gran reino conciliador
de esa mitad del mundo. No había poder de armas ni artimaña bien hecha que
pudiera llevar a Sarfelotóm y su Reina a tropezar en el desvío. A ellos acudían
emperadores vencidos, generales arruinados, reinos en peligro, para buscar
protección o todo tipo de ayudas. Arión era un pueblo pujante, bondadoso y de
gran valentía.
No obstante, la historia decía que durante décadas, casi un siglo,
estuvo sumido en la guerra. El caos de esos tiempos fue enorme, varias naciones
y linajes se blandían en armas en contra de sus vecinos Deformes, quienes
buscando riquezas o tierras devastaban cada cierto tiempo. Sólo gracias a la
sociedad establecida entre Los Señores de las Tierras Altas, las Tribus
Mundanas del Centro de Afgion, los Guerreros de Arión y el pueblo de Tauro, se
impidió que la raza creada por los magos oscuros imperara. Pero aún así el día
a día era desastroso, el miedo era amo y señor, lo que incluso hizo que en los
corazones de los habitantes de cada ciudad se olvidara por completo el derecho
a vivir en paz.
Mas cuenta la leyenda que una tarde de espesa neblina arribó a Arión
un guerrero sin patria acompañado de un fiero lobo, un mercenario, que tras ser
aprisionado logró acudir a la piedad del Rey Sarfelotóm quien le concedió la
Ley de la Duda antes de ser sentenciado a la horca debido a su evidente
desagravio de no aceptar a Dios ni a dioses. “Cuál es tu nombre inmigrante y
cuál es el nombre de tu bestia”, le preguntó el rey. “Soy el Caballero del Lobo
Gris”, respondió con orgullo el visitante, “...y no somos dos, tan solo uno...
pues si el otro duerme, se malogra nuestra suerte”.
¡Vaya que años aquellos! El Caballero del Lobo Gris se hizo Gran
General de Arión y junto a su camarada de armas, el Caballero del Viejo Lobo,
llevaron al reino a la victoria y al fin de una contienda que parecía
inacabable.
En aquel entonces el del Lobo Gris era delgado y de mediana estatura,
aguerrido y azuzado, mas sabio y frío si se trataba de estrategias. El del
Viejo Lobo era de alta estatura, fornida estampa y frondosos bigotes negros,
proveniente de zonas intermedias gustaba navegar solo en su Drakar de proa de
plata. Cuando ambos se conocieron en el desfiladero de Dagitar decidieron surcar
juntos el mundo, seguros de si mismos y de su clan todavía soñado. Con los años
lograron construir un equipo de soldados que dada su fiera preparación
trabajaban como mercenarios en batallas e invasiones.
Cuando estos Lobos Alfa tomaron el bastión de la defensa la historia
que parecía eterna cambió, las Castas Deformes debieron replegarse y sus
aliados retornaron a sus lejanos hogares. Con ello el mito de los Generales se
extendió en el orbe, lo que ayudó a que nunca más algún invasor se acercara a ellos
o a quienes con ellos pactaron. Muchos niños creyeron en la magia del Caballero
del Lobo Gris, así como en el poder del gigante Caballero del Viejo Lobo, y
gracias a su presencia dormían con placer. Lo cierto es que Arión se olvidó de
la muerte y la sangre mientras estos guerreros habitaron en su seno.
Ahora bien, los caballeros nunca estuvieron solos, pues sus
victoriosas marcas de guerra obedecían a una curiosa cualidad: junto a ellos
viajaron siempre dos lobos de dinastía señorial, dos lobos generales de
manadas: el Viejo Lobo y su hijo el Lobo Gris. He ahí el motivo del poder de
los caballeros, pues más allá de su picardía e inteligencia, más allá de su
mitológico poder, poseían la custodia de sus hermanos de espíritu.
Dos décadas después el tiempo había hecho lo suyo en los rostros de
estos dos señores. La fuerza ya no era la misma, así como tampoco era igual el
ímpetu de custodia. En vez de aquello lo que soñaban en sus charlas matinales
era el deseo de volver a recorrer océanos. Siendo así inevitablemente
anunciaron su partida al anciano Sarfelotóm, quien con tristeza les despidió un
atardecer otoñal. “No os aflijáis gran rey, pues estos, tus generales, pronto
enviarán ante ti a quien nos reemplazará en la custodia. Un guerrero más joven
y fuerte, mas sabio también, se presentará antes de que el sol de la paz
anuncie su retirada”, le recitó el Lobo Gris a Sarfelotóm momentos antes de
marchar. El monarca no sabía de quién le hablaban, mas confiaba en la promesa.
Ciertamente la ayuda de un nuevo general era imperiosa para mantener su
seguridad, así como la de su pueblo y sus pequeños gemelos.
-
Alexander,
ponzoñoso peón de kriag, ven aquí – le gritó una jornada antes de partir el
Caballero del Lobo Gris a un mozalbete de debilucha apariencia –. ¿Has sido tú
acaso el que alcanzó la victoria en los juegos de verano? – le preguntó luego
–.
-
Así es mi
señor, por suerte mas que por inexistente poder –.
-
No juzgues
tu poder por el esqueleto que ahora cargas, que antes que la adultez te alcance
serás llamado maestro y capitán.
En ese instante el general le informó a Alexander que había sido
elegido para acompañarlo a él y su camarada en aquel viaje del que ya todos
sabían. Partirían al siguiente día. El joven aceptó la propuesta sin titubear,
sintió miedo en su corazón, por Dios y dioses que lo sintió, mas sintió también
que era ese el destino que su estrella le anunciaba.
A la siguiente jornada, cuando por vez primera abordó el Drakar, el
Viejo Lobo le señaló un rincón, “ve allí y busca a tu medio hermano”, le dijo.
Cuando Alexander se acercó encontró a un recién nacido cachorro de lobo, hijo
del mismísimo Lobo Gris. Ya desde ese momento la conexión se produjo, la total
sincronía. “Ese lobo es ahora tu escudo, y tú su espada. Ya nunca más serás
Alexander, desde ahora serás conocido como el Caballero del Lobo Errante”, le
anunció el Lobo Gris.
Horas y horas de viaje, mares y océanos, nuevas tierras y mil
aventuras, batallas, rescates, tardes de entrenamiento y deliberaciones. Los
años pasaron y el Lobo Errante se convirtió en un hábil guerrero, tan solo
superado por sus dos viejos maestros. Siendo así su regreso a Arión se
aproximaba, pues la promesa a Sarfelotóm debía cumplirse.
Una mañana el Drakar ancló su poder a orillas del lago de Nijfandur,
cuando de pronto un soldado avisó el avistamiento de dos dragones negros.
Normalmente cuando eso ocurría la tripulación se escondía en el interior del
barco a esperas de que los generales ahuyentaran a los malignos voladores.
Incluso aveces, en la conjunción de sus fuerzas, eran capaces de dar muerte a
alguno de esos recios alados. “Esta vez no seremos nosotros los que
protegeremos la vida de nuestros seguidores”, le dijo seriamente el Viejo Lobo
al del Lobo Errante, “serás tú Errant Wolf quien demuestre ante estos terribles
rivales el aprendizaje que has recibido”. El estudiante comprendió de
inmediato, había llegado la hora de probar su valor. Entonces tomó su escudo y
su espada y salió en compañía de su fiel lobo a enfrentar las amenazas.
Uno de los dragones lo divisó en la orilla de la playa y sin dudarlo
emprendió picada para agarrarlo y convertirlo en su cena. El caballero no huyó,
tan solo esperó arma en mano a su contendiente, si debía morir era su suerte,
no evitaría la zaga de su destino.
Fue entonces cuando estando el dragón a escasos metros del Lobo
Errante una lanza atravesó fulminante el aire clavándose en el corazón del gran
monstruo. Un guerrero pasó frente al caballero montando velozmente un semental
y se dirigió directamente hacia el otro dragón que esperaba en tierra. Bajó del
caballo y con su espada dio fin a su rival en menos de lo que una estrella
fugaz demora en perderse en la línea del ocaso.
Al ver aquello los generales se dirigieron raudos a la playa. ¡Como un
solo hombre podía acabar de esa forma con tales monstruos!
El desconocido se acercó a los navegantes sin enfundar su espada,
“alejaos de aquí, que podrían llegar otros dragones”, les ordenó bruscamente.
El Lobo Errante, ofendido y más que eso humillado, quiso ir en busca de pelea,
mas el Viejo Lobo lo detuvo.
Durante algunos minutos se observaron en silencio, los generales nada
más admiraban la valentía de ese guerrero, un jovencito, un niño, que llevaba
estampada en su pecho la marca de un salvador.
“No es mi intención despreciar el arriesgado gesto que hacia nosotros
has tenido, mas esas bestias eran la prueba de valor de mi aprendiz”, dijo
serenamente el Lobo Gris, “por lo que deberéis ser tú quien nos conceda esa
pelea”, terminó.
Los señores y sus soldados se sentaron a diez metros de los dos
guerreros y observaron como se daba una lucha que parecía no terminar. La
habilidad del desconocido era incomparable, pero a su vez era incomparable la
fuerza del Caballero. Solo dos horas más tarde el duelo acabó, con la espada
del Lobo Errante en el cuello del muchacho. “¡Detente Errant Wolf!”, gritó el
Lobo Gris, “a menos que quieras dar muerte a tu señor”.
De esa forma el segundo de los gemelos se unió a los viajes del
Drakar, siendo nombrado como el Caballero de la Esfera de Plata por el Viejo
Lobo.
Doce meses después de ese evento el Lobo Errante y el de la Esfera de
Plata desembarcaron por última vez del Drakar y dirigieron sus pasos hacia
Arión. Allí los esperaba el príncipe sin nombre, quien también se había
convertido en un prodigioso luchador.
Por su parte, de los generales nunca más se supo, nunca más hasta esa
noche en que aquel juglar de ellos habló:
“... Así es que de una vez por todas dejad a un lado vuestra lógica
formal y tomad con fuerza la dialéctica en vuestros corazones, que la sabiduría
de los generales viene hoy conmigo volando hasta aquí como guía y premonición
de nuevas chances”.
El barbudo caminante les habló de la inminente conjunción de las ideas
y de cómo estas confluían en un solo pragmatismo para dar al destino una nueva
forma. Ellos poco le entendían, mas de vez en cuando comprendían sus reflexiones y el relato de su primer
encuentro con los generales: “... Entonces el Drakar se detuvo frente a las
costas desconocidas esperando ser atacado por algún pueblo aborigen... Sin
embargo aquello no aconteció, en cambio surgió del pastizal un pacífico grupo
de Sernugos, sabios del Templo de la Humana Inflexión, armados únicamente con
sus certezas y con el deseo desinteresado de dar cobijo a los recién llegados...
El Lobo Gris nos contó de sus hazañas, de la forma en que junto al Viejo Lobo
doblegaron a crueles mercenarios, liberaron princesas, protegieron reinos y, en
definitiva, hicieron de su lucha y poder un rayo de justicia... Nuestro gran
maestro, el Anciano Sernugo Mayor, me encomendó acompañar a los caballeros en
sus siguientes viajes, para detallar con mi pluma su historia y hacer inmortal
la hazaña de los guerreros...
... Era una noche de miedo, el Drakar navegaba por las aguas poco
profundas que circundan al bosque embrujado esperando desembocar pronto en el
océano. Las castas deformes habían estado quietas durante largos años, ese era
el alivio que nos llevó a cruzar esa zona,
pero igualmente la tripulación se mantenía alerta y encomendaba su alma
a Odín, el tercer pequeño dios...
... Todo ocurrió repentinamente, cientos de lanzas y flechas cayeron
de la oscura noche. Antes de que pudiéramos evitarlo el Drakar fue invadido por
abominaciones y seres deformes. Los generales dieron honda lucha, aniquilaron a
decenas, mas su tripulación sucumbió, a pesar de su experticia no fueron
capaces de resistir a tantos enemigos...
... Ese fue el peor momento, el hijo del Viejo Lobo estaba al otro
lado del río, luchando con el poderoso Zratas, líder de los deformes, con su
padre demasiado lejos como para salvarlo. Cuando la espada del maldito se
hundió en el vientre del joven el Viejo Lobo calló por la borda absorbido por
la tristeza, siendo arrastrado por las corrientes hacia el mar. El Lobo Gris se
lanzó para ayudar a su socio, y así ambos se perdieron en el torrente...
... Meses más tarde logré encontrarlos, vagando borrachos por los
suburbios de un poblado. No parecían ser ellos, presas de la abyección y el
pecado no quedaba en su espíritu nada de lo que antes fueron... Una vez que
pude convencerlos de abandonar esa vida de juerga nos dirigimos a mi hogar, en
donde con mis hermanos Sernugos nos encargamos de curarlos. Años tardaron en
ello, muchos años, mas renacieron, justo en el momento de la gran
contienda...”.
CAPITULO V: YA NO EXISTIRÁN LAS GRANDES BATALLAS.
Las campanas de alerta de Fremolz avisaban que a lo lejos tres
personajes desconocidos se acercaban a la fortaleza. Habían sido divisados por
un dragón negro que sobrevolaba el distrito. Zratas y Urxzamenong
deliberaron un instante observando desde la torre principal a sus tropas, miles
y miles de soldados, dragones y abominaciones desordenadamente dispuestos
alrededor de todo lo que era visible.
Urdron se acercó luego a esperas de
que su amo le informase qué era lo que debía hacer con los intrusos:
-
Uno de ellos es el príncipe sin nombre, el
otro es el Caballero de la Esfera de Plata, el mismo que ha acabado con decenas
de tus dragones – le dijo el emperador al señor de los doce cielos –. El
tercero es el Caballero del Lobo Errante, antiguo capitán de las tropas de
alzada de Arion. Deben acabar con sus vidas.
-
Mandaré a mis dragones entonces – propuso
Urdron –.
-
¡No! Quiero que sufran, quiero que la carne
de sus cuerpos sea despedazada y devorada lentamente. Decidle al Brujo Beayir
que valla a su encuentro, que lleve a sus bestias, pero que no se confíe.
-
A tus ordenes señor – asintió Urdron, no
sin sentir enfado al no poder ser él mismo quien diera fin al legendario
caballero aniquilador de dragones –.
El brujo Beayir escuchó las ordenes enviadas por Urxzamenong y esbozó una
tenebrosa sonrisa. Él y sus mil aborígenes de raza negra estaban ansiosos por
iniciar una nueva lucha por lo que haber sido elegido para terminar con la vida
de los invasores le reconfortó. El poder de este hechicero se basaba en las
enseñanzas de la magia negra más primitiva, de los primeros esbozos de maldad
hechos por los magos del Norte de Nectámbulo Sorio.
Así fue como estos guerreros, armados con lanzas y escudos y llevando con
ellos a sus más de quinientas panteras, bestias fieramente adiestradas para el
ataque, se dirigieron a interceptar al príncipe. Corrieron por una hora a
través de los pantanos y bosques de Neptuno del Séptimo Plano hasta que
desembocaron en una llanura. Al frente se veía una colina que impedía saber qué
era lo que más allá había, y ahí se quedaron, aguardando impacientes por su
festín de sangre.
Cuando los tres aparecieran, si lograban huir, serían aniquilados en los
bosques que tras ellos había, no existía otra forma de escape y esas junglas
les eran perfectas para una cacería, semejantes a las junglas de sus propias
tierras.
Cuando el príncipe y sus caballeros
llegaron a la cumbre de la colina se encontraron con la fatídica visión,
cientos de enemigos esperándoles:
-
Es este el fin de nuestra aventura – dijo
el del Lobo Errante –.
-
Así parece – siguió el príncipe –. Mas
decenas de ellos morirán por mi espada.
-
Y por la mía – apoyó el Caballero de la
Esfera de Plata –.
A pesar de la lejanía que los separaba
de sus agresores el rugido de las fieras se escuchaba y se introducía por sus
oídos provocándoles miedo, un miedo que acrecentaba en ellos el deseo de acabar
pronto con ese macabro juego.
Los aborígenes sostenían con cuerdas
atadas al cuello a los animales, gritaban y reían, golpeaban sus lanzas contra
el suelo y azuzaban todavía más a las panteras.
Beayir lanzó un quejido horrible y
ordenó de esa forma que las bestias fueran liberadas. El destino de los
salvadores llegaba a su fin, sin haber estado si quiera cerca de recuperar a su
amada doncella.
Pero de pronto, como fantástica
aparición, se dibujó en medio de la llanura cubierta de pastizales amarillos
una figura que se desplazaba lentamente en dirección a los tres amigos. No se
distinguía bien a lo lejos, pero puesto que caminaba sostenido en cuatro patas
se sabía que no era un ser humano, más bien era otra bestia, una que por
absurda confusión o por arrojada valentía se interponía en la pelea. Cuando
estuvo a una distancia media entre ellos y los primitivos se detuvo y mirando a
estos últimos aulló potentemente elevando su hocico hacia las negras nubes que
cubrían el desolado paraje. Entonces lo supieron, los tres lo supieron, era el
Lobo Errante, el lobo guerrero sin hogar, el amigo del caballero más temido
antaño, el mismo que todos pensaban ya muerto.
“El alma del lobo sin origen, del
que fue tu medio hermano en batalla, se ha encontrado conmigo al final de su
ruta. Ahora que es señor de los suyos te envía un saludo y la promesa de que un
día le volverás a ver”. El Caballero del Lobo Errante recordó las palabras de
Hol, y claro, ¡claro!, él en ningún momento le dijo que al que había encontrado
era a un ser de espíritu sin cuerpo, sólo habló de su alma, y sabido es que los
dragones de Alzir ven almas por sobre cuerpos, y se dirigen a ellas cuando se
comunican. Su amigo estaba con vida y así, nuevamente, el poder del caballero
estaba completo.
Beayir se enfureció por la atrevida
audacia de ese animal que lo desafiaba. ¡Quién creía ser ese insignificante
lobo! ¡Quién creía ser frente a su oscuro semblante! Sin dudarlo soltó de su
cuerda a la bestia que él mismo sostenía, Osha, la pantera negra más feroz de
su clan. Un animal de furia sin igual, sin igual hasta ese momento en que se
encontraba en duelo con un ser de honor marcial.
La pantera corrió al encuentro del
Lobo Errante, este a su vez marchó a luchar también, nunca había rehuido un
desafío y esa no sería la primera vez. Un ser de luz contra un ser de la
oscuridad, bien y mal, otra vez, en la disputa.
El príncipe quiso ir en ayuda del
lobo, pero sus camaradas de armas se lo impidieron, no podían interferir, no se
podía, sólo uno de los dos conservaría la vida, si ese era su amigo sería el
logro de su propia capacidad.
Cuando nada más un par de metros los
separaban Osha saltó por los aires con sus garras al frente, poderosas garras
infecciosas. Fue un gran saltó que tenía como destino el cuerpo del lobo, quien
sólo unos segundos antes había apresurado su andar. Nuevamente parecía como si
los esfuerzos de la bondad se desvanecieran, parecía como si el lobo no tuviera
escapatoria. Osha estaba por caer sobre su contendiente, iba a alcanzarlo con
sus uñas para después aprisionar su cuello con sus brutales mandíbulas, pero en
eso el canino, ágil e inteligente, se hizo a un lado velozmente provocando que
el otro animal se desplomara contra el piso. Al momento de suceder aquello, y
como un rayo fugaz, el Lobo Errante se abalanzó sobre la pantera y mordió
ferozmente la parte trasera de su cráneo, unos instantes breves, regalándole
una muerte rápida y sin dolor. Posteriormente giró y volvió a aullar, tras lo
cual de todas partes comenzaron a salir manadas de lobos de diferentes colores,
lobos venidos de cada rincón del mundo para, bajo el mando de su señor,
participar en la batalla de un pequeño dios. Más de seis mil lobos repletaron
el lugar y rodearon a los aborígenes antes de iniciar la contienda. La mayoría
de las panteras huyeron, pero las que se quedaron a combatir perecieron
finalmente. Algunos lobos murieron también, mas sus espíritus viajaron de
inmediato a su cielo.
El príncipe y su hermano no
debieron, o tal vez no pudieron, participar en la pelea. Tan solo Alexander
acompañó a su lobo, como en los viejos tiempos. Caminaba en medio del campo de
batalla dando muerte a los aborígenes que intentaban aniquilarlo. Al otro lado
del valle lo esperaba Beayir, con sus dos metros diez de estatura, su agilidad
bestial y sus letales armas. Sin embargo a poco de encontrarse cara a cara el
espíritu de Beayir se desprendió de su carne para deslizarse de un soplo hacia
el abismo, en donde esperaría una nueva chance de vida. La pelea fue tan breve
que no vale la pena narrarla, el brujo no era rival para el Caballero quien,
junto a su lobo, se encargó de sellar esa parte de la historia.
-
Ya no existirán las grandes batallas, no
después de este día – le dijo el príncipe a Hol, que junto a si observaba al
ejército de Urxzamenong dispuesto a quinientos metros de adonde estaban –.
Tres jornadas habían transcurrido
desde la llegada del príncipe sin nombre a esas zonas y sus tropas estaban por
completo reunidas, dispuestas a luchar y morir por su futuro y su liberación.
Del mismo modo, el emperador
esperaba nervioso en la cumbre del castillo de Zratas el inicio inminente de la
pelea, de la última pelea, de la que sellaría el destino del mundo por los
próximos cientos de años.
Las fuerzas eran parejas, si bien
las castas deformes sumaban miles, las manadas de lobos también eran vastas y
hora a hora crecían. Si bien por parte de Urxzamenong combatirían dragones,
mercenarios y guerreros del oeste, por parte del príncipe darían la vida el
ejército de Alzir y los soldados de Arion.
Finalmente se dio inicio a la
contienda, cientos de dragones negros aparecieron por los aires en dirección a
sus contendientes humanos, ignorantes aún de que en algún lugar del cielo
estaban ocultos quienes en verdad serían sus rivales.
Cuando los monstruos alados estaban
prontos a dejar caer su fuego sobre las huestes del bien los dragones azules de
Hol descendieron desde las nubes irradiando su aliento multicolor en contra de
los malignos voladores. Estos últimos se vieron obligados a enfrentarse a
ellos, confiados todavía ante su vasta superioridad numérica. Sin embrago no
contaban con una nueva sorpresa: justo cuando el inmenso Alzaminair se instaló
al lado de Hol y los caballeros portando en su lomo a la hermosa Ikpeba, en el
aire se vio aparecer a su bando de dragones multicolores, cada uno de los
cuales iba montado por dos o tres guerreros de las tierras altas, quienes
armados con flechas, lanzas y espadas harían su parte en los cielos.
Cuando los dragones comenzaron la
lucha Urxzamenong dio el grito de inicio. Los dos ejércitos se abalanzaron al
frente y defendieron sus causas diversas. Sangre y honor, odio y amor. Una
larga jornada había comenzado.
El príncipe y sus caballeros
formaron parte de la pelea desde el principio, mientras Hol y Alzaminair
dirigían la estrategia voladora.
-
Hasta aquí te trajo hoy tu destino ignorante
cazador de dragones, para que encuentres en mis garras la muerte y en la muerte
el dolor de mi fuego – le dijo Urdrón al
Caballaro de la Esfera de Plata cuando logró encontrarlo tras una búsqueda
impaciente –.
-
Supongo que algún día debíamos acabar lo que
antes comenzamos – señaló él al recordar la pelea inconclusa que tuvieron en
las Tierras Altas –.
-
¡No te ufanes de falso poder soldado, que
muchos salvadores como tú fueron aplastados por mi en siglos pasados!
Entonces Urdrón avanzó de un saltó
hacia el de la esfera dispuesto a aplastarlo, pero este lo esquivó con una
voltereta y se puso en posición de defensa.
-
¡No es esa la batalla que debes librar
guerrero! – le gritó de pronto Hol que había llegado al lugar –.
El caballero lo miró enfadado, si
había algo que no le gustaba era que interrumpieran sus contiendas, menos aún
con un grito de orden como ese. Pero el jefe dragón con una mirada severa
dirigió la atención del caballero hacia el oeste de adonde se encontraban
logrando que a lo lejos viera al mismísimo Urxzamenong que impávido daba fin a
cuanto contendiente se le acercaba.
-
No creo
poder vencerlo dragón – confesó el caballero –.
-
Si tú no
lo haces no lo hará ningún otro – señaló Hol con tono de derrota –.
Entonces el menor de los gemelos pensó un instante en la doncella, en
la musa que aún no conocía pero que le llenaba de valor, y en su nombre comenzó
a dirigir sus pasos hacia el emperador.
-
No
pensarás que dejaré que te vayas. Si antes debo acabar con este maldito lo haré
de un suspiro. ¡No huyas cobarde humano! – reclamó Urdrón, subestimando el
poder de Hol al verse más fuerte y significativamente más grande –.
-
No
detengas tus pasos caballero – dijo el dragón azul –. Pues este, uno de los
antiguos elegidos que creció en las Montañas de Cristal, hoy tendrá que rendir
cuentas ante quien fue su maestro y mi aprendiz.
-
No
utilices artimañas Dragón Azul, que las mentiras que pronuncias no causarán en
mi temor. El maestro de quien hablas ya ha pasado a nueva vida, lo supe hace
mucho y por ello celebré. Si piensas que...
Urdrón no alcanzó a terminar su discurso cuando en la cumbre de una
colina lejana distinguió los colores que más respetó en su infancia. Alzaminair,
el más fuerte de los dragones del bien, quien fuera como un padre para el
maligno alado, lo esperaba para terminar de una vez el ciclo que hacía siglos
habían comenzado.
Urdrón sintió miedo, por primera vez
en su añosa existencia lo sintió, pero ya que todavía estaba confiado, y más
que por aquello ya que aunque malvado era ante todo honorable, elevó vuelo y se
encontró cara a cara frente a su mentor.
Zratas crió desde pequeño al
horripilante Kijak, nauseabunda rata gigante del Bosque Embrujado de Neptuno
del Séptimo Plano. Lo hizo luchar con osos, lobos y panteras, vio como daba muerte
incluso a uno que otro dragón para posteriormente calmar su apetito de días con
su carne. Sólo él podía acercársele sin que este se tornara violento, solía
soltarlo nada más que para batallas o invasiones. Al hacerlo sabía que ni
siquiera la vida de los propios guerreros deformes estaría a salvo, pero su
bestialidad a su vez aseguraba terror y muerte en sus contrincantes.
Cuando el líder de la casta deforme
decidió al fin salir a luchar no lo hizo sin antes hacerse acompañar por aquel
roedor enorme. Lo sacó de su jaula y le ordenó acompañarlo al campo de batalla,
pero sólo pudo controlarlo después que el animal se alimentó de dos mercenarios
que en vano intentaron defenderse de sus colmillos.
Caminaron por los patios del reino
deforme dispuestos a matar y reír, Zratas era también enorme y su vileza no
tenía límites.
-
¿Adónde crees que vas? – le dijo Zratas a
un humano que se encontró en dirección contraria, el que suponía sería su
primera víctima –.
-
Voy en busca de quien debió ser la Reina de
Arión – respondió el intruso refiriéndose a Beatriz –.
-
¿Quién eres tú soldado? – preguntó el líder
deforme algo confundido –.
-
Solía ser llamado Caballero del Lobo
Errante, y aunque un día fui soldado me crié para ser General.
-
¿El Lobo Errante en mi castillo? ¡Acaso
esto es una pesadilla, el maldito más grande intentando invadirme!
-
Ya antes he estado acá, y si no te he dado
fin fue sólo porque pequé de bondad. Mejor abridme paso, no es mi deseo
acabarte, pues tal vez un día tu corazón pueda sanar de tanta maldad y
aproveches tus últimos años intentando compensar el dolor que hasta hoy has
causado.
-
No te creas sabio, que a mí tu leyenda no
me asusta – le dijo Zratas a esperas de que Kijak saliera del oscuro rincón en
que se había ocultado para agarrar al capitán –.
-
A mi tampoco me asusta el animal que en las
sombras está escondido, que si no se ha lanzado sobre mi es porque ha sentido
la energía de mi lobo – respondió sereno el caballero
-
No intentes confundirme, todos sabemos que
tu lobo cayó muerto sobre un gran bosque –.
Fue entonces cuando Kijak se asomó
de las sombras, hizo un asqueroso gesto y amenazó al capitán. Inmediatamente el
Lobo Errante apareció también y se instaló frente a la rata para defender a su
amo. Sin embargo el roedor era un rival demasiado poderoso para el fiel canino,
eso el Caballero lo sabía y por ello se angustió. “¡Ataca Kijak!”, gritó
repentinamente Zratas ante lo cual el animal se abalanzó con furia hacia sus
enemigos, de un empujón lanzó al lobo varios metros más allá tras lo cual quiso
alcanzar con sus aguzados dientes a Alexander. Pero antes de que pudiera
lograrlo una enorme hacha cruzó volando entre Zratas y el Caballero para
clavarse sobre el cráneo del desafortunado Kijak que calló sin vida.
Zratas sacó su espada al ver
acercarse una sombra desde el extremo derecho de ese patio, “¿Sfere Wolf?, eres
tú”, preguntó el Caballero del Lobo Errante, pero no hubo respuesta.
Entonces una voz gruesa de decidida
postura lanzó una amenaza: “la vida de mi hijo me robaste despiadado Zratas, ese
fue el error que nunca debiste cometer”. Al finalizar la oración apareció un
hombre de corpulenta estampa, vestido a la usanza guerrera antigua, de
prominente barba canosa. El caballero se arrodilló ante él y mirándolo a los
ojos lo saludó: “Maestro del Viejo Lobo”, le dijo. “Levántate Errant Wolf, ve a
saludar a tu mentor”, respondió el añoso guerrero justo cuando desde el otro
costado surgía la voluminosa estampa del mismísimo Lobo Gris. El Lobo Errante
lo abrazó entre risas, feliz por el reencuentro.
Tras ello el Lobo Gris le ordenó a
su aprendiz ir a cumplir su misión, salvar de su triste situación a Beatriz, la
que fuera prometida del príncipe sin nombre. El capitán de Arión dudó ya que
sus maestros no eran los de antes, sus cuerpos ahora lucían pesados y lentos e
incluso parecían haber perdido gran parte de su fuerza. En cambio Zratas además
de ser inimaginablemente enorme era inhumanamente poderoso. Siendo así, y
pensando lógicamente, el monstruo no debía tener mayores problemas para vencer
a sus contrincantes.
El Viejo Lobo intuyó la preocupación
y seriamente le dijo: “obedece niño, no contravengas a tu General, este tiene cuentas impagas con
nosotros, y solo a nosotros nos las debe pagar”.
Finalmente, el capitán debió marchar
hacia el palacio dispuesto a dar su mejor esfuerzo, adentro se encontraría con
deformes y abominaciones sin nadie que pudiera ayudarlo en su pelea. “Corre
Errant Wolf, y no mires atrás, o las penas del Garadiablo traicionarán tu
razón”, le gritó el Lobo Gris.
Zratas rió con fascinación al verse
a solas con los dos generales: “ancianos torpes, no debieron dejar que el
muchacho se fuera. Ahora deberán morir lentamente y sin compasión”. Pero el
Viejo Lobo no estaba para charlas, tras retirar su hacha de la rata le lanzó un
golpe a Zratas, este levantó su espada para detenerlo y al hacerlo comprendió
que su calma era imprudente, el Viejo Lobo, al parecer, era un hombre de fuerza
superior.
La cara del deforme se horrorizó,
temor que los otros descifraron. “Ve amigo mío, bien sabes que esta es mi
pelea”, le dijo el Viejo Lobo al Lobo Gris y este sin mediar duda dio la vuelta
hacia el campo de batalla.
Al llegar al salón principal del palacio
deforme el capitán y el Lobo Errante se encontraron con una nerviosa sorpresa: un
batallón de enemigos lo esperaba, intuyendo el posible rescate de Beatriz y,
por sobre todo, de la Doncella. Se acercó a ellos lentamente, con su escudo y
su espada dispuestos, protegido nada más por su lobo. Rápidamente fue rodeado
en injusta desigualdad. Mas de pronto, y como solía ocurrir cuando alguno de
los héroes estaba en problemas, dagas amigas llegaron para ayudarlo: el
príncipe sin nombre saltó desde el balcón del segundo piso y tras él Sernugo el
juglar se dejó caer también.
-
No sabía que los Sernugos pudieran luchar –
le dijo con ironía el capitán al sabio barbón –.
-
No luchamos en busca de muerte, tan solo
intentamos propagar la justicia.
El príncipe sin nombre se veía
inoportunamente ansioso, en su mente la imagen de Elissa conquistaba su razón y
la posibilidad de perderla lo llenaba de miedo. Siendo así y movido por tal
sentimiento, el príncipe rápidamente dio inicio a la esperada contienda.
Mientras tanto en el campo de
batalla se libraba un choque de fuerzas sin igual, los cielos estaban repletos
de dragones negros intentando aplacar a sus símiles de colores; en tierra las
tropas de Arión blandían sus espadas contra bárbaros, deformes y abominaciones
ayudados por las manadas de lobos amigos.
Repentinamente un quejido potente
envolvió el ambiente, un quejido maligno que evidenciaba un gran dolor. La
multitud echó vista hacia una colina lejana y en ella Alzaminair estaba a punto
de derrotar a Urdrón. Al percatarse de ello Urxzamenong comenzó a dirigir sus
pasos hacia el lugar para salvar a su aliado, los soldados de Arión en vez de
enfrentársele intentaban escapar de su espada a medida que el emperador corría
furioso, pero uno a uno iban cayendo en tanto eran cogidos.
En eso un menudo soldado se
interpuso en su camino, Urxzamenong lanzó una estocada sin preocuparse de él e
intentó seguir avanzando al creer que, como a todos los demás, lo había
asesinado. Pero no, el soldado seguía ahí, y uno tras otro esquivó o rechazó
siete golpes de espada. Urxzamenong se detuvo, lo miró con atención y recordó,
recordó ese rostro y recordó su juramento, la promesa de algún día llegar a
matarlo, y su furia creció, y odió y maldijo al mundo entero.
-
No hay hombre que pueda vencer al señor del
terror, los magos y brujas lo han predicho – le informó Urxzamenong al
Caballero de la Esfera de Plata –. Pero te daré el honor de enfrentarme tan
sólo para tener el regocijo de pisotear tu cuerpo caído.
-
Tienes razón Urxzamenong, no hay hombre en
esta tierra que pueda comparar su poder al tuyo, no hay soldado terrestre que
pueda derribarte. Mas un día de sol se presentará ante ti el semidios, pues
sólo él es quien tiene en su espada la fuerza que derribará tu potestad.
La pelea más importante de todas
había comenzado, el emperador Urxzamenong y el Caballero de la Esfera de Plata
decidirían gran parte de la suerte final del conflicto.
A la distancia Hol y Alzaminair,
quien había dado fin a Urdrón, observaban la contienda y comprendían con
preocupación que estaban siendo vencidos. Si bien en el aire la lucha era pareja
en los campos las tropas de Arión eran prácticamente devastadas por sus
enemigos. Aún peor, de un momento a otro los miles de lobos que antes les
apoyaban comenzaron a retirarse hasta desaparecer de la vista de los dragones.
Al parecer sin el Lobo Errante cerca habían perdido el valor y prefirieron
conservar la vida. Entonces Hol y su amigo comenzaron a dirigir sus pasos hacia
el punto de pelea más álgido para intentar contener algunos instantes más a los
bárbaros y deformes esperanzados de que el de la esfera lograra a tiempo su
cometido.
Así, mientras se aprontaban para
combatir observaron que uno de los lobos que antes desaparecieron aulló a la
distancia, miraron hacia allá y vieron a un Vikingo de redonda figura detenido
en la espesura quien alzó su espada y gritó una proclama de guerra: “por vida o
por muerte, mas siempre por honor, demos tiempo a nuestro tiempo y acabemos de
una vez por todas con esta última batalla. ¡A la carga Drakanianos!!!”. Y ahí
apareció: en todo su esplendor, un ejercito de soldados fieramente entrenados,
cada uno acompañado de un lobo, cada uno portando el escudo de la vieja
escuela. El ejercito que el Lobo Gris había formado con un único fin que era
esa misma tarde se abalanzó a paso firme hacia su destino: fuerza y honor, tiempo
al tiempo, tiempo al campeador. Los deformes y bárbaros los vieron venir, al
igual que los soldados de Arión, estos últimos con alegría.
Las horas pasaron y la disputa
continuaba. Los Drakanianos demostraron gran vigor en la pelea y comenzaron poco
a poco a derrumbar a sus enemigos. El Lobo Gris y Hol dirigían la estrategia
con asombrosa justeza mientras Alzaminair ayudaba a sus soldados a erradicar a
los últimos dragones negros.
Hasta que de pronto la lucha cesó,
los bárbaros del oeste bajaron sus armas y los deformes y abominaciones huyeron
del lugar. En ese instante pareció reinar otra vez la paz, el Caballero del
Lobo Errante apareció cargando en sus brazos a la desvalida Beatriz, junto a sí
el príncipe sin nombre guiaba a una agradecida Elissa. A la distancia se
acercaba también el Viejo Lobo, a paso lento, cargando en una mano su hacha y
en la otra la cabeza de Zratas, iba mal herido, mas iba también tranquilo al
haber vengado la afrenta.
Hubo un silencio extraño, el viento
silbó intentando llamar la atención de los vencedores, intentando decirles que
la pesadilla todavía no acababa. Y se escuchó entonces el choque de dos
espadas, y miraron a los lejos y vieron a Urxzamenong intentando derribar al
Caballero de la Esfera de Plata. El del Lobo Errante se paró junto a su maestro
y le contó:
-
No te aflijas Greace Wolf, pues esa es su
lucha. Está escrito que sólo un semidios podrá vencer al canalla.
-
Los semidioses no existen amigo mío, tan
sólo el Gran Dios y los nueve dioses pequeños.
¡Pero cómo! La leyenda así lo
afirmaba, el mismo Hol saludó de esa forma al caballero. Sernugo se acercó al
Lobo Errante y le confirmó tal noticia, “los semidioses no existen, nada más
fue una forma de brindarles fuerza y esperanza”.
Alexander miró a Hol: “no hay
semidioses, tan sólo valientes humanos. Pero tú bien lo dijiste caballero, es
esa su lucha, es sólo de él, porque es lo que está escrito y si fracasa todos
habremos perdido”, luego el dragón dirigió otra vez su vista hasta donde se
estaba dando el duelo y con penoso rostro avisó que el de la esfera vivía sus
últimos momentos.
El capitán no dudó, nunca estuvo en
su ser la cobardía, agarró su espada y corrió al lugar desesperado, sin
importarle contravenir las profecías.
Urxzamenong tenía al Caballero de la
Esfera de rodillas, sin su espada ni su escudo, pero cuando iba a degollarlo se
interpuso entre ellos Alexander.
-
No intervengas en esto Capitán o dejarás
sin honor a este miserable caballero. Un día tendrás el gusto de sentir la
espada del emperador, pero hoy no es el turno de tu muerte – amenazó
Urxzamenong –.
Pero Alexander no retrocedió, en
cambio sacó su espada y se puso en guardia. Urxzamenong se enfureció y atacó al
capitán quien de inmediato se dio cuenta de la diferencia de poderes. No lo vencería,
de ninguna forma podría lograrlo. Su lobo intentó ayudarle, pero él le ordenó
irse en retirada.
Lejos de ahí el príncipe sin nombre
observaba la escena sintiendo en su pecho lo mismo que sintiera horas antes de
huir de Arión, cuando el emperador ya los había derrotado. La tristeza del
desertor nuevamente lo debilitaba, debía ir ahí, eso claramente lo veía, pero a
la vez sabía que de ninguna forma él y el caballero podrían dar fin a
Urxzamenong. Debía ir ahí, pero su muerte lo aterraba, porque de morir no
tendría jamás la posibilidad de amar a su doncella, a su sueño. Miró el piso,
la tierra ensangrentada, miró que metros más allá lo observa una llorosa
Beatriz. Y lo hizo, por orgullo y amor, tomó la espada y acudió al llamado del
capitán. Hol lo vio irse y con ello se alegró, la doncella comenzó a seguirlo
sin exacto motivo pero con resolución.
El Lobo Errante y el príncipe
intentaban aplacar la ira del mal nacido Urxzamenong, pero su poderío era
incansable así como su habilidad guerrera.
Metros más allá el Caballero de la
Esfera de Plata yacía tendido al borde de la inconsciencia, quiso ponerse de
pie para ayudar a sus amigos y completar así el poder que entre los tres
constituían, pero apenas se apoyó para erguirse volvió a caer con evidente dolor.
Urxzamenong lo había herido profundamente en su pecho. Todo se le tornó
borroso, los sonidos se enturbiaron también, hasta que una voz desconocida lo
alentó para que reaccionara. Abrió los ojos y la vio acariciando su rostro, era
la doncella, la Estrella de la Novena Aurora, la mujer a la que amaba sin
siquiera haberla visto. Ella lo miró fijamente también y creyó sentir algo
especial, algo que no comprendía y que de antemano sabía no iba a concretarse.
“Levántate caballero”, le murmuró, “ve a ayudar a tus amigos”. Entonces lo besó
tiernamente y con ello le entregó inmensa fuerza.
La
doncella se levantó y miró la infamia de Urxzamenong: “¡tú semidiós de la
peste, arrodíllate para recibir tu condena!”, le gritó mientras, otra vez,
entraba en una especie de trance. Una luz magnífica brotó entonces de toda su
figura, sus ojos se transformaron en un pequeño sol, el aura dulce se propagó
en ese espacio, una luz que nada más los tres amigos y el emperador podían ver.
Urxzamenong se emborrachó, el mareó volvió a conquistarlo, en cambio el
príncipe y los caballeros recobraron todo su vigor, la luz los envolvió
también, a los tres, a cada uno de ellos, y con gran resolución atacaron al
Monstruo Marino. Y recibió su condena tan sólo segundos después, cuando la espada
del Caballero de la Esfera de Plata lo condujo hacia su muerte.
Una
vez que el desenlace sucedió y todos estaban reunidos la doncella se acercó a
los tres campeadores: “no sé bien qué ocurrió, pero por algún motivo sí sé que
debe ser nuestro secreto”. Y así fue, el recuerdo de esa luz mágica tan sólo
con ellos se quedaría.
Elissa
condujo al de la Esfera de Plata a una tienda para curar sus heridas y comenzar
en ese instante una historia de mutuo cariño.
Luego vinieron los abrazos, la
alegría y los definitivos encuentros, del palacio de Zratas comenzaron a salir
las mujeres aprisionadas, las que se reunieron en un rincón del campo con
triste vergüenza. El príncipe las vio y sintió por ellas compasión, quiso
acercarse pero Hol detuvo su marcha: “mira hacia el cielo escéptico salvador”,
le dijo sonriendo, y cuando el muchacho lo hizo junto a todos los demás fue
testigo de un milagro: un batallón de dragones surcaron el cielo lanzando
espectaculares ráfagas de energía multicolor; los soldados de las tierras altas
hicieron sonar sus trompetas y tanto Hol como Alzaminair agacharon sus cuellos
en signo de admiración. Hasta que el Gran Dragón Blanco apareció, Alzir, el
monarca del palacio de cristal, estaba vivo y llegaba esa tarde para brindar su
amor.
El extraordinario ser se detuvo
frente a las jóvenes atribuladas y con su rostro bondadoso las invitó a
acercarse. A medida que ellas lo hacían Alzir las liberaba, les devolvía su
gracia y la inocencia que habían perdido. Porque él era mensajero de los dioses
pequeños y por ello gozaba de glorioso poder.
Al cabo de algunos minutos tan sólo
quedaba una muchacha que no había sido curada, se trataba de Beatriz que estaba
sentada en un roca sin poder alzar la vista. Alzir la vio y se acercó a ella.
-
Perdóname por favor – la dijo la chica al
dragón –.
-
No hay nada que perdonar dulce niña. Todo
lo que ocurrió era justo que aconteciera. Cada línea de esta historia debía así
suceder. Pues esa era la única forma de cumplir lo que estaba escrito y acabar
así con el nefasto Urxzamenong.
Inmediatamente Beatriz se puso de
pie, Alzir inspiró profundamente y dejó caer su suspiro sagrado sobre su
cuerpo. Al hacerlo una energía de pureza atravesó el alma de la muchacha,
devolviéndole todo cuanto con dolor le habían robado. Y volvió a ser ella
misma, recobrando su belleza y la ingenuidad de su ser. Miró a su príncipe que
a pocos metros observaba la ceremonia y nuevamente sintió por él sincero amor.
Alzir se acercó al príncipe sin
nombre y lo guió entre empujones hacia su antigua prometida. Por hechizo
benigno o por honesta magia en el espíritu del príncipe renació en forma súbita
un antiguo motivo: el amor por Beatriz, por esa cándida niña a la cual desde
siempre conoció.
Esa fue la historia, así quedaría
escrita. Urxzamenong fue derrotado y su cuerpo calcinado, borrando su aura y
dando inicio a un tiempo de felicidad antes no vista.
Hiamil se transformó en princesa, la
más bondadosa de la historia del reino.
El ejercito de Arión se unió al
Ejercito Drakaniano constituyéndose una fuerza de paz que maldad alguna podría
retar.
El caballero del Lobo Errante fue
nombrando Gran General de Arión. Tiempo después contraería nupcias con Ikpeba
formando una numerosa familia.
El Lobo Gris se retiró de las armas
y comenzó a disfrutar con regocijo de la última etapa de su vida.
El Viejo Lobo en cambio continuó
enseñando a los nuevos soldados la doctrina y los valores propios de un señor
de Drakar.
El Juglar retornó a su tierra y con
los años se convirtió en Anciano Sernugo Mayor.
El príncipe sin nombre al fin se
convirtió en Rey. Junto a él estuvo Beatriz como leal Reina.
La Doncella fue llevada de vuelta a
su hogar, en donde recibiría el aprecio de cada habitante de su pueblo.
Y así al parecer la Novena Aurora
realmente ocurrió, nadie supo jamás de qué se trataba pero dado que Urxzamenong
fue vencido y que Elissa fue rescatada las generaciones hicieron leyenda la
historia de la divina habitante de Tauro.
Por su parte, el Caballero de la
Esfera de Plata cultivó pacientemente el amor que sentía por Elissa,
visitándola continuamente en su tierra. Ciertamente ella también lo quería con
transparencia y efusión, mas siempre estuvo en su corazón la sensación de saber
que tal sueño era imposible. Finalmente, cuando el Caballero de la Esfera de
Plata confirmó el hecho de que ella jamás estaría junto a sí, con dolor partió
a recorrer el mundo y de él no volvió a saberse.
CAPITULO VI: DE EL ÚLTIMO DIOS Y LA ESTRELLA DE LA
NOVENA AURORA.
Nueve son los dioses pequeños y nueve los demonios que se
oponen a su armonía. Mas existe un Gran Dios, señor de cuanto ha sido hecho,
que se encuentra en otro nivel de energía haciendo cumplir la ley cósmica que
rige la influencia universal.
Si uno de los dioses pequeños es
castigado por romper la única ley deberá por sus medios superar los obstáculos
de una historia mundana, otorgando así nuevamente el equilibrio justo que el
universo requiere. En ese momento, cuando haya demostrado su valor y su bondad,
podrá regresar al sitio astral del cual nunca debió partir.
Los semidioses no existen, tan sólo los nueve dioses pequeños y el
Gran Dios. Humanos valerosos sí, claro, que en la conjunción de sus virtudes
podrían despertar una gran fuerza. Esa era la fuerza de la Novena Aurora, la
que al estar en el umbral de su misión pudo emerger. Gracias a ella los
caballeros lograron la victoria, sin ella nada se hubiera obtenido.
Fue así como siete meses después del final de la guerra el noveno
pequeño dios estaba a punto de recobrar su lugar en la constelación. Con ello,
uno de los protagonistas de esta historia debería abandonar a sus amigos y
también a su amor. Abandonarlos de alguna forma, aunque siempre estaría
presente.
Porque el dios de la Novena Aurora
nació en esta tierra el noveno día del noveno ciclo del año 9,000 de la Cuna de
Sol. El mismo día en que el Caballero de la Esfera de Plata fue dado a luz, el
mismo día en que su hermano gemelo, el príncipe de Arión, nació también.
El príncipe sin nombre se encontraba
de pie junto a Beatriz, frente a ellos estaba el Anciano Sernugo Mayor quien
había viajado al reino para llevar a cabo un doble matrimonio.
Al otro costado estaba el Caballero
de la Esfera de Plata tomado firmemente de la mano con Elissa, la cual aceptó
sin titubeos ser su esposa.
Tras ellos Alexander e Ikpeba hacían de padrino y madrina de
matrimonio respectivamente.
La multitud y los amigos observaban con placida alegría. El Lobo Gris
reía con fascinación ante tal final feliz sin poder reprimir su apetito ni su
sed. Cubierto con su vestimenta Vikinga tenía en una mano tamaño pernil y en la otra sendo copón de
cerveza nórdica. El Viejo Lobo lo miraba sonriendo sin reprochar su festín,
pero demostrando, él sí, un serio respeto. Por su parte el Juglar Sernugo
barbón anotaba cuidadosamente cada detalle del evento, intentando dar un
correcto remate al cuento.
Dragones amigos y representantes de las diversas naciones y pueblos se
encontraban esa tarde de sol en los jardines principales de Arión. La ceremonia
estaba ya en su momento esencial, a pocos segundos de que el Anciano Sernugo
Mayor proclamara los enlaces:
-
...
Entonces amigos, cuando llego a la conclusión de esta encomienda, le pregunto a
los presentes, al Gran Dios y a los dioses pequeños: ¡hay alguien en este
jardín que se oponga a la unión de estas parejas!
Un silencio siguió y tras él un hondo respiro en cada uno de los
espectadores, al comprobar que nada ni nadie podría impedir la boda. Los
gemelos sacaron de preciosos cofres dos centenarios anillos y se aprontaron.
Pero en eso, las trompetas sonaron y el ritual se detuvo, la gente miró al
cielo y un escuadrón de dragones apareció custodiando la llegada de Alzir:
“esta alianza no puede consumarse aún”, dijo el señor de las montañas de
cristal una vez que se estacionó cerca del altar, “pues uno de estos cuatro
porta en su cuerpo el alma del noveno pequeño dios”, continuó, “quien esta
tarde debe regresar a su luminoso sitial”.
Los gemelos se miraron, ninguno percibía en si nada especial ni se
veía en el ambiente señal alguna. Hasta que Elissa comenzó a caminar lentamente
hacia Alzir. El Caballero de la Esfera de Plata la vio alejarse, la llamó con
desesperación e intentó detenerla, pero ella esquivó tal intento y sin devolver
la mirada llegó hasta donde el dragón blanco la esperaba. Lo observó
atentamente a los ojos y el ser alado le señaló un lugar: los árboles de Flor
Mítrea que más allá se divisaban.
Entonces Elissa se dirigió hasta ese lugar, el Caballero la siguió
desobedeciendo a Alzir quien lo llamó a aceptar su suerte. La jovencita se
detuvo, alzó sus manos al cielo y cerró los ojos. Inmediatamente una luz
cegadora la rodeó. Tal brillantez desorientó al de la esfera y le impidió
continuar. Para cuando logró reponer la precisión de su vista ya era demasiado
tarde: un portal dimensional se había abierto tras Elissa, a través del cual
ella cruzó. Detenida en el centro de aquel pórtico miró a su caballero, lo miró
y desde ahí le dijo “te quiero”. Varias lágrimas cayeron de los ojos del
muchacho así como de los de ella, justo en el instante en que el portal
desaparecía llevándose por siempre a aquella que tanto amó.
FIN.