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DE PRÍNCIPES Y DE PRINCESAS



CAPITULO I: EL SUSPIRO DE LA DONCELLA.

Había una vez un valiente príncipe que decidió llevar a cabo el plan más arriesgado que alguna vez haya sido ideado para dejar de ser un pedazo de mierda.

Eran tiempos fabulosos, de oráculos y de dragones, de doncellas y de guerreros, de hechiceras y de castillos atrincherados con pozos de cocodrilos.

Eran tiempos de castas deformes, de abusivos poderes, de oscuros demonios y de dioses pequeños.

Todo comenzó una tranquila tarde cuando nuestro desestimado héroe paseaba en su caballo por las llanuras de Arion. Ya para ese entonces en él no quedaba orgullo, sólo la inapacible ventisca de los recuerdos de tiempos mejores, de sus tiempos, de aquellos en que el reino nombrado gozaba de paz y buenaventura. Mas por esos años, oscuros como un calabozo de Mitagora Neiv, el miedo dictaba sus formas y la gente se sumía ante él. ¡Cómo añoraba el príncipe esa certeza de cielos! ¡Cómo se recriminaba a sí mismo por no haber dado su vida en batalla! Desterrado estaba, viviendo a incontables millas de su antiguo castillo, silente, ausente, perdido en sí mismo y en su honda tristeza.

Las llanuras de Arion eran vastas y verdes, aún en tiempos de sequía como los que estaban aconteciendo en aquellos días. Las huellas de las interminables contiendas que rindieron al pueblo bajo el mandato maligno ya comenzaban a desaparecer, nada más algunas pocas cruces de madera persistían de pie como el reflejo de algún clamor. El príncipe cabalgaba entonces lentamente por esas inmensas tierras, alejado de su pasado real y de la visión de quienes antaño fueron su sangre y su emblema. Fue ese el día en que por primera vez la vio, a lo lejos, como a un espejismo que se levanta tempestivamente del polvo y la nada. Ella cabalgaba rodeada de un séquito de guardianes dirigiéndose rauda al Palacio de Urxzamenong, antiguamente castillo real de Arion. Su cabello oscuro ondeando al viento dejaba esquelas de polvo de luz tras de sí, su figura entera parecía rodeada de una aura divina, lo que hizo que el príncipe se acercara sin más a descifrar el enigma con que se había encontrado. Al hacerlo la caravana se detuvo instantáneamente frente a él, los guerreros rodearon a la doncella y desenfundaron sus espadas para protegerla del insensato desconocido, mas cuando se percataron que se trataba del antiguo príncipe volvieron a la calma y sonrieron con desprecio. Sin embargo nadie dijo nada, los soldados miraron al señor y agacharon la cabeza despectivos, él hizo lo mismo, la hermosa damisela sin preocuparse giró y continuó su camino obligando a los escuderos a seguirla, sin preguntar ni preguntarse quién era aquel que a ellos se acercó.

Pero él ya la había visto, unos segundos y una vida, sólo un momento y toda una eternidad. La belleza de esa mujer no abandonaría sus latidos ni sus pensamientos ni sus actos. La belleza de esa mujer, esa sensación de encanto sagrado que trascendía su piel y sus formas, significarían de algún modo un regreso a la vida para este hombre que, agotado por años, zigzagueaba sumido en la pena del desertor.

Mientras, a centenas de millas de ahí, la bruja de Madran conversaba envuelta en su túnica barrosa con el portentoso Emperador Urxzamenong, señor de las sombras, maestro del dolor y del desastre, conquistador del Reino de Arion y de cuanta dinastía real sus ojos podían ver. Había viajado en secreto acompañado únicamente por tres gladiadores de la casta deforme hasta el bosque embrujado de Neptuno del Séptimo Plano, para solicitarle a la bruja que leyera el destino próximo de su mandato.

Entonces ella lanzó los huesos sobre la tierra y vio en ella lo que pronto ocurriría: “El príncipe derrotado volverá a rugir en busca de la Estrella de la Novena Aurora”, le dijo la pestilente hechicera al emperador que, montando en cólera, elevó un gritó que remeció la casucha. 

Consultaron enseguida el Libro Negro de los Magos del Norte de Nectámbulo Sorio, buscando respuesta al inusitado acertijo:

-          Nueve son los dioses pequeños mi señor, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía. Los magos del norte presagiaron vuestra victoria mas presagiaron también la llegada de la Novena Aurora – señaló la horripilante mujer –.
-          Habla con claridad bruja, no tengo tiempo para tus crucigramas – exigió el emperador –.
-          Una doncella mi señor, una doncella es la señal que vaticina la suerte del noveno dios de nuestro universo, sus ojos como estrellas brillarán el día de la Novena Aurora, el día en que los pueblos de las montañas conmemoran el nacimiento de un nuevo año. Su centelleo atraerá el espíritu muerto de quienes antes reinaron y la guerra dejará de ser el acto de nuestros días. La doncella será llamada para sellar el poder del que de las sombras se alimenta, mas la bondad del fugitivo la salvará de ese fin. La doncella debe ser sacrificada virgen el día de las bestias, en el altar de martirios del amo de Mitagora Neiv. Sólo así tu reinado persistirá.   

Entre tanto Elissa, la doncella recién llegada de las tierras de Tauro, paseaba por los balcones de la torre principal del Palacio de Urxzamenong, nerviosa al saber que pronto se encontraría frente a frente con aquel que doblegó a su pueblo, con el mismo que asesinó a cientos de aquellos con los cuales creció, con el mismo que a la fuerza la arrancó de su hogar para llevarla hasta ese lugar y así convertirla en una más de sus sirvientas. El maligno dictador la divisó el atardecer que siguió a la victoria sobre su pueblo y ordenó que fuera trasladada con prontitud hasta su sombría morada. No obstante ella no se sometería a sus designios, o eso pensaba, decidida esa nueva mañana. Su carácter firme y sus ojos seguros no la habían abandonado, aún cuando todavía no conocía la infamia y el vicio de quien la había raptado. 

En ese entonces 21 años habían transcurrido desde su nacimiento, 21 años que la habían convertido en una mujer hermosa como hermoso sólo era el ocaso de las costas del sur. Si su destino era ser sólo una más eso no se llevó a cabo en su concepción, puesto que desde su primer suspiro un espíritu de nítida fascinación envolvió sus espacios. Querida por toda persona y ser que alguna vez la había conocido, en su tierra se decía que cuando sus pies pisaban la arena esta por unos segundos se convertía en plata, así como en flores los campos que acariciaban su piel. De sentimientos bondadosos pero de práctico proceder, su inteligencia asombraba a quien con ella deliberara. No era de ningún modo una mujer a quien con facilidad se pudiera doblegar, mas era la visión que enamoraría a todo soldado, poeta o rey. Sus 21 años señalaban su más importante paso, la edad en que contraería nupcias con el más valeroso de los jóvenes de Tauro, para conocer al fin el amor y vivir bajo su aureola por siempre. Esa era la tradición de su pueblo, esa era la edad de la gloria.

Elissa rememoró su vida durante ese día, oculta en un rincón de los balcones reales. Desde ahí, en la cumbre de la imponente estructura, podía observar la majestuosidad de un reino que renacía sumido bajo la espada homicida del bárbaro que llegó del oeste. A pesar de su valor el desaliento la doblegaba, por lo que más de una lágrima se escapó de sus finos párpados esa jornada.

En el interior de las habitaciones contiguas las meretrices aconsejaban a las decenas de nuevas damiselas llegadas al castillo, ellas habían sido seleccionadas por su juventud y belleza para unirse a los servicios privados del monarca y celebrar con él rituales de morbo y abyección.

Al anochecer Elissa se acercó a una muchacha que como ella acababa de llegar al lugar y se cobijó a su lado para compartir su temor. Su nombre era Ikpeba, una jovencita de las tierras altas que lloraba desconsolada el recuerdo de, justamente, sus esplendorosas montañas. Los cabellos rojizos de Ikpeba, así como sus ojos azulados, estaban ahogados en el miedo, el que en gran medida se calmó ante el repentino apoyo que recibió de su nueva amiga, tal vez la única de todas las presentes que como ella no aceptaba su situación. En cambio, las otras inocentes ya no oponían resistencia a las persuasivas insinuaciones de las mesalinas reales y experimentaban con ellas sus primeros pasos en los placeres de la carne.

Pero Elissa e Ikpeba no se tentaron con tales prácticas, en ningún momento pensaron siquiera en intentar lo que a simple vista parecían actos condenatorios, actos que quebrantaban el juramento que hicieron a los dueños de los senderos del bien, a esos nueve dioses que protegían desde el inicio de los tiempos a la gente y a todo ser.

A esas mismas horas pero a una considerable distancia el príncipe se veía a sí mismo corriendo por la desesperación de un sueño, o pesadilla más bien, intentando llegar al lugar en que sabía su princesa se encontraba en manos de perversos demonios que aplacarían su virtud. Cientos de cuerpos sin vida empalados en los campos eran el paisaje que llenaba sus ojos. Espadas y escudos esparcidos en el lugar señalaban la derrota final de cuanto él había amado, y los árboles, quemados y sin vida, producto del rugido pavoroso de los dragones negros de Mitágora Neiv. Mas dragones no veía y eso era una suerte, así tal vez podría llegar a tiempo para salvar a su querida.

¡Cuántas veces tuvo ese mismo sueño! ¡Cuántas veces! Y siempre, siempre, se encontraba con el mismo desenlace: su adorada, ígnea y desnuda, perdida en el calor demoníaco de las bestias de la nada. Acorralada, sin vida, condenada a ser y existir por siempre como una más de ellos. Y él, inservible salvador, derrotado, observando desde el otro lado de un acantilado mental el fin de sus ilusiones y de su propio ser. El pesar inevitablemente lo consumía y con él una muerte dolorosa, una muerte sin resistencia, sin fuerza ni honor. Pero quizá esa noche sería distinto, porque a diferencia de las tantas y tantas veces que antaño esa pesadilla lo atrapó, esta vez conocía y podía ver el rostro de aquella que durante años había esperado, aquella que alguna vez en otra vida conoció y que por suerte vana perdió en la ruleta cósmica de los nuevos destinos. Porque ya lo sabía, era ella y no otra, la misma que ese día casi no se percata de su presencia, la misma que aún sin nombre representaba su renacer.

Y corrió veloz por la planicie hasta llegar a las puertas de un gran castillo. Ingresó por el portal bajo un silencio espantoso, recorrió los patios, atravesó los jardines, pero no percibía nada, nada que le ayudase en su misión. De pronto sintió un alarido del otro lado de una puerta cerrada, titubeó un instante, luego tomó la espada de un guerrero deforme que yacía sin vida y se abalanzó sobre la puerta, una vez, dos veces, logrando derribarla con la tercera arremetida. Al hacerlo pudo verla al fin, seguía con vida, mas ya era tarde, las bestias se habían encargado de apagar el fulgor de su inocencia de niña. Estaba desnuda sobre un altar de roca, con sus pies y manos atadas con cadenas a los extremos. Y se estremecía, ya sin ninguna consciencia, se quejaba con confusa satisfacción. Sangre brotaba de sus muslos heridos por las garras de algún ser transgresor. Su piel sudada, sus ojos flotando en algún paraje sin estación. A sus costados dos leopardos de agresiva presencia custodiaban su evidente fin y tras de sí los nueve demonios sin nombre se proclamaban autores de tal ofensa. “¡Aléjense bestias del abismo o conocerán la furia de mi espada!”, les demandó el príncipe a los violentos felinos. “Tu espada es la espada perdida del dios de la Novena Aurora, y tu alma es el grito ciego del que nunca pudo nacer. He aquí a tu doncella, quebrantada y sedienta del látigo que quema la carne, he aquí la suerte de todo tu reino, en el charco sacrílego que brotó de su piel”, respondió una de las bestias dejando atónito al príncipe ante tal magia negra. Entonces ambos leopardos comenzaron a lamer el sudor y la sangre de los muslos de la doncella, lo que hizo que el ingenuo salvador se enrabiara todavía más. Se lanzó con su espada para abatir a las fieras, mas una de estas de un sólo salto se trasladó hasta las espadas del que sin mediar oposición cayó malherido por el golpe potente de las garras. Fue en ese momento cuando uno de los demonios sin nombre se irguió de su sitial y declaró bajo amenazas el futuro del príncipe y de su gente: “mía y nuestra fue tu doncella, mía y nuestra por siempre será. El fuego de su carne es la perdición de tu pueblo, el llanto de sus ojos el fin de vuestro amanecer. La derrota del dios de la Novena Aurora fue predicha por el  señor de las sombras, la derrota de su estrella es el canto maléfico que señala la muerte de tu mundo”. Acto seguido el demonio levantó sus manos hacia el cielo para posteriormente lanzar hacia el príncipe un destello de energía que lo consumió, lanzando su alma a un vacío sin final por el cual cayó absorbido por los alaridos enloquecidos de otros que como él fueron tomados por las sombras. Una caída sin sentido, veloz hacia las profundidades en donde reina la infamia. Pero en eso un chispazo de claridad arremetió en la oscuridad que lo sumía, tras lo cual un dragón blanco de poderosa figura lo cogió sobre su lomo para traerlo otra vez a la realidad de su vida, a esa realidad que en nada había cambiado cuando despertó de ese mal sueño.

A la mañana siguiente el príncipe se sintió confundido, una extraña sensación le decía que aquello que había soñado no era una simple ilusión, que esta vez, claramente, se trataba de un augurio, de un camino que debía tomar para llegar finalmente hasta el lecho de su amada.

Y pensó, durante horas intentó descifrar los simbolismos y acontecimientos que dormido presenció. Mas nada aparecía, nada.

Antes de que el paso del sol marcara el medio día recordó un viejo mito que alguna vez le contara su ya fallecido padre, el Rey Sarfelotóm, undécimo monarca de su dinastía. Según él antiguamente existió en la tierra un reino fantástico en lo más remoto de las montañas del otro lado del mundo. Inmensos palacios de diamante que eran habitados por una nación de dragones benignos bajo el reinado de Alzir, soberano absoluto de todo dragón alguna vez nacido. Se decía también que tal señor de los cielos era mensajero directo de los dioses pequeños y que su poder y sabiduría no eran igualables por ningún otro ser de este planeta.

Entonces estuvo seguro que tal dragón era el que lo había rescatado de esa sufrida pesadilla, de alguna forma había llegado hasta él para mostrarle que con esperanza podría lograr lo que en adelante se propusiese. Parecía una locura, era una idea extrema, pero así y todo el príncipe lo creyó y de esa forma comenzó a fraguar lo que sería el retorno de su presencia.

Un dragón negro volaba entre tanto a toda velocidad enviado hacia las tierras de Arion por el emperador. Al llegar al Palacio se encaró con el Conde Crasson, segundo al mando y capitán de las huestes del oeste. Le informó del vaticinio de la bruja y le ordenó en nombre de su señor que de inmediato se enviaran a los mejores soldados para buscar y asesinar al príncipe que estaba en destierro. Dicha orden fue llevada a cabo al instante con lo que la vida del ex soberano comenzó a desvanecerse de las bitácoras de adivinos y alquimistas. 

Posteriormente Elissa fue montada en el diabólico dragón para ser trasladada de inmediato al reino de Mitágora Neiv, en donde el amo de esas tierras junto a Urxzamenong la estarían esperando para, catorce días más tarde, sacrificarla en nombre de todo mal y así prolongar en los tiempos la oscuridad que gracias a ellos existía.

La muchacha se desmayó tan sólo con ver a la gigantesca bestia alada. Jamás en su vida había visto un dragón ni a ningún animal que resultara ser tan aterrorizador como ese ser. Se traba de Urdron, el dragón maligno más enorme que alguna vez se haya visto.

Tras una hora de vuelo Elissa despertó sobre el lomo de Urdron, lo cual este advirtió de inmediato. “Serás sacrificada tierna criatura, tu sangre se le obsequiará al gran señor del terror. Después te devoraré lentamente, saciando mi apetito con tu frágil cuerpo humano”, le dijo. “¡No lo harás nunca!”, grito ella, para lanzarse de pronto y comenzar a caer por los cielos. El dragón se lanzó en picada y sin más demora volvió a coger a la muchacha que comprobaba con sufrido pesar que le sería imposible escapar de tal bestia.

Mientras, el príncipe cabalgaba a toda marcha hacia la ciudad de Arion, dispuesto a buscar a quienes se le unieran en una última revolución. Mala idea por cierto, a medida que más se acercaba a su destino más se acercaba también a quienes hacía poco habían salido del palacio para darle fin.

Dos horas más tarde fue rodeado por los caballos de cuarenta guerreros minuciosamente armados, bárbaros de Urxzamenong, los cuales comenzaron a acercarse cada vez un poco más. El príncipe sin armadura que lo protegiera desenfundó su espada y se encomendó a la bondad del Gran Dios. Mas su muerte era un hecho, no había milagro ni postrero acontecer que pudiera salvarlo. Si bien era un hábil combatiente no podría darle fin a todos ellos, asesinos expertos, los más viles y mejor entrenados. Por lo demás, el príncipe era pequeño, de baja estatura y contextura mediana, una imagen que a los rufianes en ningún momento acobardó. Seguramente dos o tres de ellos, tal vez cuatro, caerían sin vida ante la espada de su majestad, pero más que eso no podría hacer.

Y las alucinaciones, los espejismos que se hicieron comunes en él desde que vio a su preciosa doncella, esos que se hacían presentes otra vez, queriendo hacerlo pensar que a lo lejos dos guerreros amigos se aproximaban. “¡Qué va!”, exclamó finalmente haciendo caso omiso a tal especulación y se lanzó por propia voluntad a la que sería su última pelea. Un enemigo pasó veloz junto a sí en su caballo, le lanzó una estocada pero falló, en cambio el príncipe con precisión lo alcanzó en el cuello con el filo de su arma dándole muerte al instante. Otro de sus rivales golpeó entonces el semental del solitario combatiente haciendo que este cayera al piso. Estando ahí presintió sus últimos momentos, susurró un rezó encomendando su alma y esperó. Los bárbaros iban a abalanzarse en su contra, iban a hacerlo, estaban decididos, mas de pronto esas dos imágenes que a lo lejos habían parecido ser sólo difusas alucinaciones cobraron vida y arremetieron al centro de los forajidos, situándose junto al príncipe. El Caballero del Lobo Errante y El Caballero de la Esfera de Plata habían llegado, habían emergido como sendos truenos en un día de sol. Después de años, después que la derrota de su apacible reino los sumiera en la desesperanza, los tres estaban juntos otra vez, juntos en otra pelea.

El Caballero del Lobo Errante era el guerrero más temido y respetado de todo el orbe, o lo fue algún día, capitán supremo de los ejércitos de Arion nunca se le conoció tan sólo una derrota. Continuamente al reino llegaban experimentados luchadores para retarlo, mas él con facilidad siempre los vencía. Las leyendas que a su alrededor surgieron hablaban de tropas enteras que habían caído por su espada. Las leyendas que a su alrededor surgieron hablaban de un hombre que puñal alguno podía vencer.        

A su vez, el Caballero de la Esfera de Plata, que luchó para las huestes del príncipe en la gran guerra, vivió siempre su vida en nómade travesía. Se ganaba la vida apresando criminales y cobrando las recompensas que en los poblados se daba a quien diera muerte a los muchos dragones negros que deambulaban hambrientos. De astucia sin igual, este guerrero al igual que el príncipe presentaba una menuda estampa, diminuta al ser comparada con las imponentes razas de los países de hielo y de las tribus bárbaras. Qué decir de las castas deformes, que al lado de este señor de armas parecían monstruos verdaderos.

Sin embargo los treinta y nueve que frente a ellos estaban sabían bien quienes eran los que aceptaban su reto y por eso dudaban, pues con claridad comprendían que la superioridad numérica no era aval de éxito ante ellos. Tampoco lo era su fiero entrenamiento, ni las incontables luchas que antes libraron.
Treinta minutos duró la pelea, tras los cuales ninguno de los bárbaros del oeste conservó la vida. En cambio, aparte del cansancio, los tres amigos no presentaban mayor lesión, mas sí una gran alegría por estar otra vez reunidos.

-          Los señores de las montañas conocen el plan de Urxzamenong – comentaba el Caballero de la Esfera de Plata, olvidando al parecer el antiguo conflicto que lo separó del cariño su príncipe –. Proclamar de un día y para siempre el reinado de los demonios sin nombre. Cuando llegué a las tierras altas en busca de Hiamil me encontré con algunos problemas. Pensé en un principio que sólo se trataba de un dragón más, pero no fue así. Logré liquidar a dos poderosos dragones negros, pero con el tercero no pude, se trataba de Urdron, el leviatán de los doce cielos, tengo que reconocer que por poco no salvo con vida. Los jefes de las tierras altas me informaron que el día del nuevo año sacrificarían a la Estrella de la Nueva Aurora. Según supe para eso faltan catorce días, según supe el sacrificio será llevado a cabo en las tierras de las castas deformes. 
-          Pero se supone que Urdron fue derrotado por el gran dragón blanco cuando la tierra no esculpía aún todas sus formas – se interpuso el príncipe –. ¡Se supone que es sólo un mito de ancianos!
-          En caso de que así haya sido algún maleficio profundo lo trajo otra vez a la vida. Lo que yo sé es que él está en estos momentos en algún lugar esparciendo su fuego, con los otros miserables a punto de consumar sus deseos – dijo el de la Esfera Plateada –.
-          Y eso no es todo – habló esta vez el Caballero del Lobo Errante –. Los magos de Nectámbulo Sorio han vuelto a ser, las hordas de pestilentes guerreros deformes se han incrementado y los dragones negros se multiplicaron también. Pronto no quedará nada.
-          Pues bien – dijo el príncipe –, yo conozco a la doncella que ellos pretenden sacrificar, la vi ayer, se dirigía al palacio. Es una mujer de belleza inigualable, mas su energía es tal vez lo más hermoso que alguna vez haya sentido. Si es ella el símbolo de todo lo que hoy hay es nuestra misión rescatarla, aún cuando eso signifique nuestra muerte. 

Acto seguido cambiaron el rumbo y se dirigieron de prisa hacia Mitagora Neiv. Sabían que ahí se llevaría a cabo el ritual, sabían que ahí deberían combatir. No sentían miedo, pero tampoco hablaban, una concentración sin igual los envolvió por largas horas, cabalgando sin detenerse, sin hacer caso al cansancio ni a la sed ni al hambre. 

Lo único que les permitió soportar el trayecto fue esa gentil melodía que en sus mentes rondaba, una que sin saberlo los tres escuchaban y que a su vez les imprimía energías para continuar, un sutil canto de fresco aliento que llegaba a sus rostros, a su camino, a su encomienda. Era el suspiro que Elissa desde la distancia les enviaba, sin saberlo, llenando el vacío que entre su ser y ellos había con besos transformados en brisas de flor.

Sí, estando tan lejos, ya en el seno de un lóbrego distrito, a pocos días de ser sacrificada, cada rezo suyo era una esperanza para los tres campeadores y para el mundo entero. El suspiro de la doncella, lejos de allí, viajaba por el cielo y les otorgaba valor. 


CAPITULO II: DE EL GRAN DIOS Y LOS NUEVE DIOSES PEQUEÑOS.

Nueve son los dioses pequeños, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía. Cada uno de ellos es deidad de algún reino o nación y es adorado y respetado a través de los años, los siglos y las generaciones.

Las tribus bárbaras, los señores de hielo, los aborígenes de las zonas aún no conquistadas y las castas deformes, siguen los designios de los demonios y su mal. En sus corazones está impreso el legado que yace escrito en el Libro Negro de los Magos del Norte de Nectámbulo Sorio y hacen de sus días una penitencia constante para conseguir la consumación de la peste, el dolor y la oscuridad.

El reinado de Arion, las comunidades de las tierras altas y los pueblos que viven al otro lado del mundo veneran a alguno de los distintos dioses pequeños y cobijan en sus corazones la esperanza de vida que surge en el albor de cada mañana.

Porque nueve son los dioses pequeños y nueve los demonios que se oponen a su armonía. Mas existe un gran Dios, señor de cuanto ha sido hecho, que se encuentra en otro nivel de energía haciendo cumplir la ley cósmica que rige la influencia universal.

Ninguno de los dioses pequeños ni de los nueve demonios de la nada son capaces de comparar sus poderes a los del que todo lo ha hecho, mas tienen libertad de acción en la transmisión de su influencia. Ellos pueden orientar a quienes adoptan sus mandatos para que busquen con sus actos el desequilibrio de las auras. Los dioses pequeños guían a su gente hacia la bondad y el bien. Los demonios intentan llevar al mundo hacia el caos y la destrucción. Sin embargo, ninguna de estas 18 divinidades tiene permitido influir directamente en la sucesión de acontecimientos, es decir, ninguno de ellos puede interferir con su fuerza en batallas, conflictos o guerras. De hacerlo, de atreverse, el Gran Dios que todo lo ha hecho lo castigará con su inmenso poder. Porque el orden supremo debe ser respetado, para así asegurar el brote eterno de nuevos mundos.

El castigo para el dios o demonio que no cumpla esta básica ley es perder su condición de poder por una jornada de dos mil años, tiempo durante el cual su energía bagará sin rumbo por las constelaciones. Tras el cumplimiento de la condena la energía de ese dios o demonio renacerá en algún ser carnal de alguno de los mundos creados, debiendo vivir y sufrir como todo individuo de destino mortal. Si es capaz de salvar con éxito los obstáculos que experimente en el transcurso una historia podrá retornar a su sitio superior en el cuarto nivel de las estrellas del cosmos. Si no es capaz de resolver esas dificultades su esencia magnánima se perderá por siempre produciendo desde ese día y hasta el fin el desequilibrio entre las fuerzas que representan el bien y el mal.

Es así como hace muchos años, tantos que es imposible nombrarlos, en un mundo lejano una gran guerra se libró. Todo tipo de engendros, calamidades y abominaciones intentaron exterminar a los pacíficos seres de catorce comunidades de un joven planeta. La suerte de esos millones de almas ya había sido dictaminada y los enemigos del bien estaban prontos a doblegar otro mundo. Pero una tarde, cuando dichos ejércitos malignos se aprontaban a celebrar su victoria, un gran alboroto se desencadeno en los cielos. Tormentas rojizas y azules sacudieron a los hijos de los demonios confundiendo a sus fuerzas y obligándoles a retroceder. Se cuenta que esa noche la furia de un dios acabó con cuanta raza de odio existía en ese cuerpo celeste, se cuenta que el último de los dioses pequeños, el dios de la Novena Aurora, adoptó cuerpo terrestre y rompió así la más sagrada ley. Un guerrero sin nombre, brillante y volador, detonó su poder y cambió de ese modo el destino estelar que el Gran Dios había previsto.

Posteriormente dicho dios pequeño fue castigado y su alma vagó por veinte siglos. Mas esos siglos un día acabarían y la Novena Aurora debería volver a darse. Volvería a nacer y debería, para así conservar la armonía universal, superar los designios que en una historia mortal habría de enfrentar.

El dios de la Novena Aurora nació pues en esta tierra el noveno día del noveno ciclo del año 9,000 de la Cuna de Sol. El mismo día en que el Caballero de la Esfera de Plata fue dado a luz, el mismo día en que su hermano gemelo, el príncipe de Arion, nació también.

Nueve son los dioses pequeños, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía. Mas existe un Gran Dios, señor de cuanto ha sido hecho, que se encuentra en otro nivel de energía haciendo cumplir la ley cósmica que rige la influencia universal. Si uno de los dioses pequeños es castigado por romper la única ley deberá por sus medios superar los obstáculos de una historia mundana otorgando así nuevamente el equilibrio justo que el universo requiere. Pero si no es capaz, si uno de los dioses pequeños muere o es vencido en el transcurso de esa historia, los nueve demonios de la nada podrán hacer uso de su desigualdad de energía, pudiendo así, de una vez y finalmente, liberar al gran señor del mal que en el inicio de los tiempos fue encarcelado y rendido bajo el poder del que todo lo ha hecho. Será en ese momento cuando el universo entero se suma otra vez en el desorden y la miseria, por los siglos que vendrán y por el pasado que ya fue escrito. Porque el tiempo es sólo la ilusión de las almas que nacen en un mundo creado por alguien superior.

El gran señor del mal, reflejo de todo lo que no merece mención, está sepultado bajo el trono del que una vez todo lo esculpió, esperando furioso el momento de su liberación, para aprisionar la vida y reventar corazones. El gran señor del mal nunca ha estado en ningún lugar, mas siempre ha existido en el pecho derretido de los que han sido quemados por la vileza. Nueve son los dioses pequeños, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía, pero hoy sólo uno de ellos escribirá en su destino el desenlace de la última historia.

Y la doncella, símbolo de la esperanza, espejo de la bondad y de lo que debería llegar a ser. Su belleza es la fe de la Novena Aurora, su nombre es más que el nombre de una simple mujer. La Estrella de la última aurora, de la novena, esa es ella, la que tiene que hacer prevalecer el bien en el declive de la contienda. 

El príncipe de Arion es el príncipe sin nombre, puesto que nunca fue bautizado al leerse en su carta astral un confuso destino. Mas fue el primero en nacer de las dos almas gemelas debiendo ser coronado príncipe por sobre los deseos de sus padres. Eso fue lo que el Mago Draid, consejero del trono, sugirió a los reyes aquel día de gloria. El príncipe de Arion es el príncipe sin reino, el príncipe con minúscula que fue derrotado por los señores del oeste. Ese fue el desenlace fatal que el día de su nacimiento se leyó, ese fue el desenlace al que el Rey Sarfelotóm y la Reina Ipicha nunca quisieron oponerse, porque podrían haberlo hecho, haber destituido de su principado al que primero vio luz para haber puesto en su lugar al Caballero de la Esfera de Plata, portador de cuanto esplendor y suerte se leía en el reino de Arion, Capitán de las tropas de resguardo, gladiador y sabio consejero.

El príncipe de Arion era inseguro y rebelde, un joven hombre que vivió siempre en la contradicción de los polos, amaba su bondad, pero también amaba su locura, esa constante mansedumbre ante los manjares de la vida, ante las pimpollas mujerzuelas de las tabernas y ante los licores que alborotan, ante los paseos sin rumbo y ante las semanas de honda perdición. De espíritu poeta, era un entristecido y rabioso que deseaba despertar. Por ese motivo cuando vio a Elissa, sublime doncella de los poblados de Tauro, no pudo sino enamorarse, creyendo que al fin había hallado a la que un día su alma errática perdió, un día, en alguna vida que se convirtió en leyenda, en su privada leyenda.

El Caballero de la Esfera de Plata en cambio era un hombre seguro de sus convicciones, adorado por todos los ciudadanos de Arion. Desprendido y generoso, valiente y arrojado, sabio iluminado, vaticinador de las venideras fortunas. Solitario sin embargo, viajero defensor, desde los quince años cabalgó junto a uno o dos fieles acompañantes para darle fin a los dragones de la zona de Neiv. Se dice que una noche de estrellada claridad, cuando a los catorce años recién había sido nombrado caballero, se le apareció en espíritu el gran dragón blanco Alzir, señor de los cielos terrestres, para encomendarle una misión que antiguamente sólo fue expresión del coraje de los semidioses: acabar con la raza maldita de dragones negros.    

En los últimos días de la guerra librada en contra de los señores del oeste, cuando Urxzamenong ya se posaba la corona en su cráneo, la desigual postura de ambos hermanos frente a la vida los llevó al límite máximo de su desesperación. Al ver a su pueblo sumido y vencido se trenzaron en contienda frente a los soldados del reino, a pesar de las recriminaciones que el Caballero del Lobo Errante les lanzó. Fue una lucha pareja, que parecía no tener fin, pues ambos eran de los guerreros de su pueblo sin dudas lo mejor. 

Después de casi una hora el Caballero de la Esfera de Plata fue herido por la espada de su hermano en uno de sus brazos, ante lo cual cayó de rodillas fruto de la pena más que del dolor. Él nunca pensó que quien era sangre de su sangre realmente fuera a victimarlo, motivo por el cual las lágrimas cayeron una tras otra de sus ojos. Posteriormente se levantó y montó su caballo para salir galopando al campo abierto en completa soledad, desde ese día nunca más se le volvió a ver.

Esa misma jornada el Caballero del Lobo Errante dejó el castillo de Arion, en compañía de su fiel canino, el que jamás le abandonaba. A pocos kilómetros fue interceptado por incontables rivales de los que pudo huir finalmente, mas no sin dejar parte de sí en esa aventura: el Lobo Errante, su mascota y camarada de mil batallas, fue muerto por un dragón negro que lo agarró desprevenido, lo tomó con sus garras y lo trasladó por los cielos para dejarlo caer sobre los bosques que a lo lejos se divisaban. Desde ese momento juró no volver a las tierras de Arion, furioso por lo que consideró una traición de esos dos monarcas adolescentes.

Días más tarde el Rey Sarfelotóm y su reina fueron degollados en la plaza principal, mientras la princesa Hiamil, hermana menor de los gemelos, fue enviada junto a sus doncellas a las tierras de las castas deformes como un obsequio para el horripilante Zratas, súbdito de Urxzamenong y monarca de esa raza espantosa.  

El príncipe de Arion huyó salvando su vida, mas condenando a su corazón a una culpa sin control. Esa noche el mismo Urxzamenong, parado en lo alto de su nuevo palacio, gritó el destierro y el deshonor del príncipe. Ni siquiera dictaminó su búsqueda y muerte tildando su escape y futura vida como el destino de todo cobarde.

Una semana más tarde el Caballero de la Esfera de Plata regresó a las puertas del reino, ingresó sigiloso, cobijado en un disfraz y en la espesa neblina, para por sí mismo dar muerte no sólo a más de diez soldados del oeste, sino que también a la madre del emperador, a la centenaria Irxzamaran. Fue esa noche cuando Urxzamenong proclamó su odio por aquel caballero, al que juró dar muerte algún día para después despedazarlo y dar su carne a los cerdos.

Por su parte el Caballero del Lobo Errante se infiltró en la fortaleza de Zratas, en los dominios de Fremolz, nido de los guerreros deformes, para, sin necesidad de librar pelea, ayudado tan sólo por su inteligencia y sagacidad, liberar a la princesa Hiamil, a quien atormentada trasladó a las tierras altas para que se ocultara hasta que uno de sus hermanos la buscase. Sin embargo por las doncellas que acompañaban a la muchacha no pudo hacer nada, quedando estas bajo el mandato de almas sin paz.

Dos años habían pasado, 21 de ellos tenía cada hermano, 32 el Caballero del Lobo Errante. La princesa Hiamil seguía oculta en los templos de los señores de las montañas, aún sin poder superar las atrocidades de que fue víctima en manos de los grotescos habitantes de Fremolz. De sus doncellas más no se supo, el reino de Arion era el reino de Urxzamenong, la Novena Aurora estaba pronta a ser, pero no había un plan, ni ejército ni nada, sólo una doncella que llevaba al arrojo, sólo una doncella que hacía querer poseer más valor, que portaba confianza en el logro de lo imposible. 

Porque nueve son los dioses pequeños, así como nueve los demonios que se oponen a su armonía, el dios de la Novena Aurora estaba pronto a renacer, no obstante los despojos de las tinieblas intentarían aplacar su arribo.


CAPITULO III: EL CAUTIVERIO DE LA DONCELLA.

Elissa reposaba semi desnuda, cubierta sólo por un diminuto ropaje de tela, sobre las cobijas que le habían dispuesto al interior de una jaula en el salón principal de la fortaleza de los guerreros deformes. Horas antes se le obligó a comer carnes y frutas, así como a beber vino de las comarcas aledañas, vino que llevaba pociones adormecedoras y exaltadoras de pasión, por lo cual se encontraba en medio de un sueño que alteraba la paz de su inocencia. Se estiraba y se estremecía con esos pensamientos y fantasías que en su inconsciente creaba, suspiraba sin control, sollozaba y esgrimía tenues palabras, inentendibles para quienes la observaban desde afuera ensimismados por el espectáculo que sin querer estaba brindando. Zratas en compañía de sus soldados reía y gritaba con cada movimiento de la linda jovencita, tentados a irrumpir en la jaula para proceder a someter a quien no podía ser sometida, puesto que virgen debía ser sacrificada el día de la Novena Aurora. De pronto una serie de quejidos se liberaron como súbitos derrames de frenesí de la fina boca de la doncella, sus caderas se levantaron agitándose al compás de alaridos ingenuos para de un momento a otro explotar en una expresión de satisfacción que parecía sin final pero que sin embargo acabó en una honda mueca de tibio agrado. Sus muslos blancos, poderosos y bellos, sus labios como fresas de los campos más puros, sus caderas de mujer, eran un obsequio no merecido por los infames que la contemplaban.  

En eso uno de los guerreros deformes no soportó su irracional deseo y arremetió en contra de la jaula para tomar a la doncella. Agarró los barrotes con sus poderosas manos y comenzó a doblarlos sin dificultad, gruñendo como una bestia. Dos de los soldados de Urxzamenong, imponentes gladiadores humanos que no obstante parecían hormigas junto al furioso deforme, intentaron detenerlo, pero lo único que lograron fue que el transgresor les diera muerte con sendos golpes en sus cráneos. Urxzamenong sólo miraba sin decir palabra ni demostrar temor. Zratas en cambio sonreía, viendo que al parecer la fuerza de sus guerreros era más que suficiente para hacerse del poder y dejar de humillarse a los pies de ese desfachatado emperador.

El deforme finalmente arrancó los barrotes para ingresar a la jaula y lanzó un ronquido ensordecedor que despertó a Elissa, quien de inmediato comenzó a llorar y gritar en búsqueda de auxilio. Pero no había quien la auxiliara, el atroz engendro dio un paso poniendo una de sus piernas en el claustro. Ya poco podía hacerse. Pero en eso Urxzamenong levantó su cabeza perezosamente, miró el techo y dejó caer la vista, para que sin más apareciera desde el cielo del gigantesco salón el dragón negro Urdron que en vuelo cogió con sus mandíbulas al insensato para devorarlo lentamente frente a los ojos de Zratas, como quien revienta y mastica una uva, insignificante pero sabrosa.

-          ¡La doncella debe ser sacrificada virgen! – gritó furioso Urxzamenong a medida que se levantaba y se acercaba a Zratas – Si otro de tus miserables monstruos intenta algo parecido tú serás el que se descarne en las quijadas de Urdron.
-          Perdona la torpeza de mis guerreros mi señor – se arrastró el fenómeno –, te juro que no volverá a ocurrir. De inmediato mandaré a decapitar a los hijos de ese maldito. Pero entiende, la belleza de esta mujer humana es algo que nunca habíamos visto.
-          Calla Zratas, inepto adalid, te he dado las mujeres más bellas de este mundo para que tú y tus soldados no tengan que arrullarse junto a sus abominables hembras, mas escúchame bien que no lo volveré a repetir, tu fortaleza está rodeada por mis mejores soldados y por los batallones aéreos de Urdrón, si pretendes traicionarme mejor pospón tus planes, porque de tu raza no dejaré nada – finalizó diciendo, como adelantándose a los planes de su anfitrión –

Las castas deformes forman una nación de miles y miles de seres que habitan los pantanos y campos sombríos cercanos al bosque embrujado de Néptuno del Séptimo Plano. Son humanoides que alcanzan casi los tres metros de altura, con rostros desfigurados y fuerza sin igual. Su intelecto a pesar de ser limitado es suficiente como para establecer una cultura con propios códigos y sanciones. Fueron hechos hace siglos por los magos del Norte de Nectámbulo Sorio, cuando estos gobernaban la tierra, como una manera de fortalecer el poder de los demonios de la nada. En su corazón viven la guerra y las calamidades sucedidas a través de los tiempos, así como el vicio y la no misericordia de todo lo que no tiene razón de ser. Ofrecen sus servicios de guerra a quien tenga el poder de las armas pidiendo a cambio riquezas, territorios y, por sobre todo, mujeres humanas, para de esa forma no tener que relacionarse con sus propias hembras más que para procrear. Esto porque aún entre ellos se perciben horribles, lo que produce que la visión de sus padres y hermanos desencadene la rabia y el asco del espejo que no cede.

Las mujeres humanas enviadas a Fremolz son mantenidas con vida únicamente para hacer los placeres de los guerreros de Zratas, quienes las someten hasta que pierden su belleza. Posteriormente son expulsadas del palacio de su amo para pasar a ser esclavas de las familias deformes. 

-          ¡Traedme a Beatriz! – ordenó Urxzamenong –.

Minutos después apareció arrastrándose desnuda quien en un momento fuera la mujer más hermosa de Arion, Beatriz, la misma que había sido prometida en matrimonio al príncipe sin nombre, la misma que lo traicionó y que propició el triunfo de los bárbaros del oeste.

Su belleza pasada era ya sólo una visión de lo que una vez fue. Tiraba de sendas cadenas y el cansancio de su cuerpo evidenciaba los años de malos tratos.

Se trasladó cabeza agacha hasta llegar a los pies de Zratas, los cuales besó como acto de sumisión. “El gran emperador necesita hablarte”, le dijo este, permitiéndole esbozar palabras después de años de casi completo silencio.

-          Tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos Beatriz, mas veo con asombro que vuestra soberbia se ha extinguido – se burló Urxzamenong –.
-          Estoy para servirte mi señor – respondió ella sin atreverse a mirar al emperador –.
-          Eso es justamente lo que requiero. Una vez ya me confiaste las debilidades de tu reino, mas ahora deseo conocer las debilidades de vuestro príncipe.
-          Mi príncipe ya no es tal, hoy sólo es un alma sin refugio – lo contradijo ella –
-          ¡Calla estúpida mujer! Calla y sígueme.

Tras esas palabras Urxzamenong se retiró del lugar hacia sus habitaciones en compañía de Beatriz.

Cuando Beatriz tenía 13 años fue prometida al príncipe como futura esposa. Este siempre la había querido, y más que eso siempre se deslumbró con su cándida preciosura. Desde ese momento ella pasó a formar parte de su familia en espera de aquel día que más temprano que tarde habría de celebrarse. Cuando en ambos los 18 años ya hubieran pasado se unirían al fin y sellarían con su amor la paz y el futuro del reino.

Sin embargo una noche, cuando Beatriz estaba pronta a cumplir la citada edad, un solitario dragón negro se poso en los balcones de sus estancias: “El señor del oeste desea conocerte hermosa doncella, y ha enviado estos obsequios para demostrar su admiración por ti”, le dijo la bestia mientras le entregaba un cofre repleto de exuberantes joyas, lo que hizo los deleites de la muchacha. Ella dudó, pero igualmente esa misma noche se reunió con él, quien sin mediar pormenores le enseñó los secretos del placer y la enamoró engatusando su frágil consciencia con sus modos extranjeros, con su facha agresiva de joven bárbaro señor.

Desde esa noche y por semanas se reunirían de madrugada y se irían haciendo cómplices de la futura invasión. Beatriz robó los planos del palacio así como de la ciudad, informó la rutina de las tropas reales y señaló el momento preciso en que la ciudad debería ser tomada: el día de los Juegos Libres de los señores de las montañas, porque ese día El Caballero de La Esfera de Plata y el Caballero del Lobo Errante marcharían a participar junto a sus huestes en las competencias. Estando el príncipe sin sus capitanes, sólo con la longeva compañía de su ya retirado padre, le sería imposible oponer suficiente resistencia, por lo cual al regreso de los otros, semanas más tarde, la victoria estaría casi consumada.

Urxzamenong le prometió a Beatriz reinar a su lado, hacerla reina sin discusión de cuanto sus ojos podían ver, amarla y protegerla, entregarle poder. Pero eso no ocurrió, al obtener el triunfo Urxzamenong la envió como especial regalo a manos de Zratas, el que la haría su esclava, compartiendo sus encantos con sus más cercanos gladiadores.

Dos años exactos había pasado en esa situación, los que bastaron para borrar la energía de la inocente criatura que una vez fue, los vicios y excesos se leían en sus ojos, así como el honor y el orgullo eran difíciles de descifrar.

Ahora Urxzamenong deseaba que revelara el espíritu del príncipe, así como las fortalezas que pudieran ayudarlo en una rebelión. Eso a pesar de que su muerte ya había sido ordenada, porque el emperador era precavido, así como frío y ruin.

En tanto, el príncipe y sus capitanes cabalgaban sin tregua sobrepasando el límite de la resistencia de un hombre. Cuando rebasaron un risco de alta cumbre se encontraron sin aviso con un dragón negro que a pocos metros los esperaba enalteciendo sus matices oscuros gracias al reflejo solar que en sus escamas rebotaba. Se detuvieron y lo miraron, el animal, grandioso y enérgico no retrocedió, más bien los desafió lanzando sendo soplido al aire. “Dejad que yo lo enfrente”, solicitó el Caballero de la Esfera de Plata, ante lo cual los otros dos guardaron silencio en signo de venia.

El caballero tomó su espada y cabalgo velozmente hacia su contendiente, otro dragón negro, uno más, después de las decenas, más de cien seguramente, que habían muerto bajo su furia de justicia. Porque pequeño era, mas sorprendente y hábil como un halcón. Hondeando su filo se aproximó con la vista fija en el ser alado, sin embargo cuando estaba a poco de iniciar la pelea se detuvo, enfundó el arma y bajó del caballo.

Esto hizo que sus dos amigos se acercaran también, curiosos por descubrir que era lo que había salvado la vida de ese dragón.

-          Me inclino ante el semidiós domador de dragones sin alma – le dijo el alado al caballero mientras inclinaba su largo cuello demostrando respeto –.
-          Y yo me inclino ante ti dragón, contento al saber que seres como tú aún existen.

Aquel dragón no era un ser del mal, al contrario, su pelaje azulado golpeado por el sol hacía parecer a lo lejos que estaba cubierto por negras escamas, pero su rostro bondadoso relucía al acercarse.

-          Mi nombre es Hol, y he venido a ustedes enviado por el gran dragón blanco Alzir, soberano de los cielos terrestres, para señalar el camino y solicitar vuestra gracia – explicó el benigno volador dirigiéndose al príncipe esta vez –.
-          ¡Acaso Alzir no es sólo un mito! – exclamó el príncipe –.
-          Un mito en mentes reducidas, mas un grito de libertad en el pecho del que desea el bien – respondió molesto Hol –. Tu hermano fue testigo de su visión y ha cumplido con honor su encomienda, mas tú príncipe estás en deuda con tu propio honor y con tu gente.
-          Habla entonces dragón, habla – solicitó el príncipe, tomando el turno de la molestia –.
-          En estos momentos os dirigís hacia vuestra muerte, sin aliados ni estrategia que os resguarde, mas sabéis que el mal no es indestructible y os cobijáis en el calor de vuestra Estrella. Alzir ha previsto este grueso final, mas no ha previsto de él el último resultado. En estos momentos en tu reino sólo quedan las antiguas tropas que te obedecían, pues la mayor parte de los ejércitos del oeste se han estacionado en donde su amo los vigila. Alzir os pregunta: ¿nos brindáis la gracia para conseguir otra vez la lealtad de los tuyos?
-          ¿Y cómo harán eso?
-          Con el poder del protector de los cielos. Nuestro ejercito de dragones está a las puertas de tu castillo, listo para tomar la ciudad una vez que nos des la orden. Durante siglos hemos esperado el día de la Novena Aurora, para ayudar al último dios a recobrar su lugar en las estrellas.
-          Háganlo, tienen mi venia.
-          Buena ha sido vuestra decisión príncipe que renace, ahora ve y sigue camino junto a tus fieles capitanes, sólo juntos podrán cumplir su mandato, mas esperen noticias del gran dragón.

Los tres retomaron su travesía y comenzaron a alejarse del dragón azul que se encumbró en el cielo por sobre las nubes para dirigirse raudo hasta Arion.

El Caballero de la Esfera de Plata pensaba en el reciente encuentro, estaba realmente feliz al saber que esos seres aún vivían y que eran un ejercito pronto a alzarse. Pensaba también en el saludo de Hol: “semidiós” le había dicho, algo que tendía a confundirle, él nada más era un ser humano, uno que había librado varias veces de la muerte gracias a su intuición y a su fortuna. Todo lo vivido hasta ahí le brindaba nuevas energías, acrecentaba su deseo de dar su vida a cambio de la salud de esa doncella que no conocía pero que aún así sentía en su corazón, a la cual en secreto amaba como a ningún otro ser o persona, a la cual quería profundamente y por alguna extraña causa, a la cual también quería su hermano, por alguna extraña causa también.

El príncipe por su parte se entristecía, el reclamo de Hol le había herido, sin embargo sabía que era cierto, no tenía honor y no había sido capaz de resguardar a su pueblo. Y eso le abatía, ya sin fuerzas físicas debido a la travesía su espíritu le abandonaba también. Creía no ser capaz de salvar a su doncella y se sentía inferior a los que junto a sí cabalgaban. Pero era príncipe, él lo era, y ellos confiaban en su liderazgo, en ese poder que por algún motivo le asignaban. Siendo así no le restaba más que seguir adelante hasta llegar a la que seguramente sería su muerte.

El Caballero del Lobo Errante también marchaba triste, pues cuando el dragón azul iba a elevarse lo llamó y le dijo: “el alma del lobo sin origen, del que fue tu medio hermano en batalla, se ha encontrado conmigo al final de su ruta. Ahora que es señor de los suyos te envía un saludo y la promesa de que un día le volverás a ver”. Eso, la confirmación de la muerte de su compañero, la confirmación de que su alma vagó antes de encontrar su cielo, de que tendría que esperar su propia muerte para volver a recorrer juntos los valles, lo llenaba de nostalgia. El le creía a Hol, sabía que esos dragones de las cumbres más altas del mundo poseían cualidades celestiales y que podían si así lo deseaban comunicarse con los que ya partieron.

Al amanecer del siguiente día las cosas no habían cambiado. Los guerreros seguían su cabalgata y la doncella continuaba cautiva. Las dudas eran tremendas, lo eran en el pensamiento de cada uno de ellos, pues comprendían que su sino era confuso, presentían la derrota y el pesar. Sin embargo, ni siquiera la casi total seguridad de su fracaso los hacía retroceder, si su vida tenían que dar lo harían, en ningún instante dudarían de tal decisión, mas no partirían sin llevarse con ellos a Urxzamenong:

-          Tú bien lo sabes capitán, mi presunción es cierta, tu destino tiene una marca de fuego incorruptible que sólo se apaciguará cuando acabes con el cruel emperador. Si el camino de tu historia fuera otro el mandato divino no existiría, mas un dragón de Alzir no llamaría a cualquiera “semidios” – le dijo el Caballero del Lobo Errante al de la Esfera de Plata, en un intertanto de descanso que se tomaron ya cerca de las tierras de sus contendientes –.
-          Un dragón negro agonizando bajo mi espada es un trofeo digno de mi pericia, eso no lo negaré, y lo serán dos ó tres y aún más, sin embargo la muerte del Monstruo Marino no es una argucia posible para mis sentidos.
-          No serán tus argucias ni tu evidente pericia la que selle el desenlace de tu misión...   

La llegada de Urxzamenong fue predicha en los inmemoriales libros, siempre se supo que un día nacería. Algunos azuzados generales quisieron ser reconocidos como el verdadero prodigio, pero en definitiva su poder y su imperio resultaron ser pequeños. En cambio el bárbaro del oeste tenía en su aura el mal, el cual arrastraba consigo a través de continentes. Invencible era el adjetivo que de sí más sonaba, se había esparcido en el planeta la leyenda de su inmortalidad. ¿Quién podría vencerlo? Ningún hombre mortal, eso decían los ancianos, eso presagiaba la antigua gente. 

“... Entonces, esa fría noche arribará en nuestro mundo el Monstruo Marino, trayendo consigo la destrucción que reanimará a los demonios y a los impuros de corazón. Y la tierra temblará, lo hará cada hombre y cada nación... mas un día de sol se presentará ante él el semidios, pues sólo él es quien tiene en su espada la fuerza que derribará su potestad...”. El Caballero del Lobo Errante les leyó una vez más a sus amigos la leyenda del gran emperador, la que señalaba su apogeo y su fin, intentando convencer al de la Esfera de que era él quien debía enfrentarlo.      

En Arion, los dragones del ejército de Alzir en forma extraordinaria habían recobrado la lealtad de los habitantes del reino hacia su príncipe, como lo había prometido Hol. Tras combatir a las fuerzas de defensa que Urxzamenong dejó a cargo de Crasson lograron hacerse del dominio obligando a los bárbaros a retirarse hacia Mitágora Neiv. Repeler a los dragones les fue imposible, sobretodo tomando en cuenta que sus propios aliados voladores estaban junto al leviatán Urdrón en los distritos de Zratas. 

Las antiguas huestes del príncipe lucharon también por la liberación y a esas horas se reorganizaban para ir a brindar su ayuda más allá de los bosques embrujados.

El ejército de Alzir rodeó toda la vasta zona, mas él no se había presentado aún, las voces decían que en realidad ya había muerto hacía siglos, y que nada más su energía invisible guiaba a los suyos. Los que sí se veían eran sus más adelantados caudillos, Hol, comandante de los doscientos dragones azules, y Alzaminair, gigante jefe de los trescientos dragones multicolores de la ciudad escondida de Veta.

Al amanecer que siguió a la victoria las reconstruidas tropas de Arion se dirigieron a Mitágora Neiv en compañía de Hol, Alzaminair y sus batallones aéreos. Tres días más tarde llegarían los soldados a su fin, tardando uno más que los que el príncipe y los caballeros demoraron en llegar hasta las líneas de Urxzamenong. Los dragones en cambio arribarían esa misma tarde cargando en sus lomos a los soldados más feroces de las tierras altas.

Mientras, en la fortaleza deforme la suerte de la doncella comenzaba a empeorar, puesto que aprovechando que el emperador se había retirado a supervisar a sus tropas, Zratas hacía brotar su fama de depravada criatura:

-          Debe ser virgen el día que sea sacrificada, no lo olviden sanguijuelas – le dijo en medio de risotadas a tres jóvenes mujeres humanas que antiguamente fueron cándidas muchachas de algún palacio y que se aprontaban a cruzar el umbral de las rejas en que estaba Elissa –. Poséanla, pero sin desatar la furia de Urxzamenong.

El malvado se echó frente a la jaula rodeado de sus servidores y de un grupo de mujeres que deambulaba de acá para allá atendiendo a cuanto despojo lo solicitaba. Elissa se puso de pie, a la defensiva, se agazapó en un rincón y trató de dialogar con las recién llegadas, pero estas no escuchaban y se aproximaban a ella con claras intenciones de provocarla. Al rato las intrusas forcejeaban con la doncella que trataba de sujetar sus escuálidas ropas. Recibió un golpe en la mejilla y tambaleó, para luego enfurecerse y luchar. Se defendía perfectamente impidiendo que las otras se acercaran, pero sabía que tarde o temprano la iban a doblegar, y por eso sufría, la humillación era tremenda, con tantos ogros riendo y burlándose, con esas pobres mujeres que enardecidas la observaban. Pero no sentía odio ni rencor, por algún motivo los sentimientos de su corazón eran sólo la pena y la misericordia por cada uno de los que allí estaban, deseaba librarse de su karma, eso claro estaba, pero deseaba más que eso que dichas almas en pena se liberaran también. Seres creados para aborrecer y dañar, mujeres maniatadas y obligadas a transformarse, un pueblo sin vida, nido de cuanto mal flota en la espesa brisa de los pantanos.
Cuando las fuerzas la abandonaron cayó sollozando al piso, oportunidad que aprovecharon las intrusas para montarse sobre su cuerpo. Pero en un instante la locura que estaba pronta a tomarla acabó, sonaron las campanas de alerta, Zratas se levantó nervioso, ordenó posponer el festín y salió presuroso con sus gladiadores dejando a Elissa en paz.

La muchacha lloró, el miedo la había vencido, su destino era incierto, al menos el destino de ese día. Pese a ello a lo lejos veía su muerte y la no consecución de sus sueños, de sus legítimos sueños de mujer.

 
CAPÍTULO CERO: EL DIALOGO CON URXZAMENONG.

Casi dos metros medía Urxzamenong, hombre fuerte e inteligente, de cabellos rubios y largos, de tupida barba teñida de color verde con las raíces de los matorrales de su tierra. Estratega y comandante, guerrero y negociador, con treinta y siete años de vida se dedicaba a regir los territorios, naciones y reinos que a fuerza de espada conquistó. Por lo general atravesaba las fronteras de pacíficos pueblos sin previo aviso y destruía todo lo que con esfuerzo de años habían tardado en construir. Se apoderaba de sus riquezas, maniataba a sus mujeres, secuestraba a niños y niñas y encargaba su soberanía a algún aliado que en su ausencia administraba sus posesiones. Y se marchaba para seguir conquistando, para seguir matando.

Sus tropas estaban constituidas por seis mil bárbaros del oeste, los más temidos de lo que en la tierra se conocía por su crueldad y sangre fría. A su vez, más de quinientos aborígenes de las tribus seguidoras del gran señor del mal que se trasladaban de batalla en batalla acompañados de feroces bestias peleaban por él y celebraban rituales oscuros para protegerlo; mil, dos mil o tres mil guerreros deformes según las circunstancias lo requirieran se sumían a sus designios; los ejércitos voladores de dragones negros que contaban en sus filas con más de setecientos alados establecieron un pacto de poder; y cientos de mercenarios que se unían a su imperio según atravesaba el mundo, y que generalmente eran seres abominables que no podrían ser imaginados por la mente de un humano común, acompañaban al señor de la destrucción y nunca, nunca, se oponían a sus reglas.

Siendo así, poco y nada podían hacer las ciudades que se cruzaban en su camino, sin más eran desoladas y sus legiones sepultadas en sangre. Sólo el reino de Arion les había ofrecido algo de resistencia, pero ni siquiera ellos pudieron hacer más. Sabida es la breve historia que debieron vivir sus reyes tras ser conquistados.

Bajo la protección de brujas, magos y demonios Urxzamenong parecía ser indestructible, con el destino de convertirse en algún momento en mito y leyenda de todo mal.

A su vez, las regiones en que se engendraba la putrefacción y el odio crecían gracias a su máximo general, por lo que cientos de kilómetros de extensión ganaba anualmente el bosque embrujado de Neptuno del Séptimo Plano, así como los pantanos y suciedades de Mitágora Neiv. Los magos del Norte de Nectámbulo Sorio, que dormían en cuerpo más no en malevolencia, usufructuaban también de los triunfos de su protegido. No había bondad ni amor tan potente como para hacer frente a semejante plaga, no había al parecer héroe ni pequeño dios que  pudiera guiar al mundo hacia su renacer.

Una vez que el reino de Arion fue invadido el emperador decidió subyugar a las naciones y pueblos aledaños. Los señores de las tierras altas aún oponían resistencia al momento de desenvolverse los eventos que ahora se narran, ayudados por la geografía y por sus centenarias maniobras de defensa. En cambio regiones granjeras como la de Río Seco en donde las personas eran pacíficas y desarmadas fueron barridas por el fuego. Misma suerte corrió Bailia, zona pesquera de esa parte del mundo, y Tauro, esotérica comarca de tradiciones sin tiempo.  

Fue en esa última zona, en Tauro, en donde Urxzamenong sintió por primera vez que su poder era realmente imbatible. Mucho le advirtieron los brujos del peligro que corría al pretender hacer suyas esas misteriosas tierras, pero él de igual modo lo intentó, y en menos de tres días logró su cometido, ayudado tan sólo por mil de sus bárbaros y tres dragones negros. Se le vio caminando imponente en medio de los soldados de Tauro, blandiendo su espada y dando fin a todo quien se le opusiese. Su armadura recibía las lanzas y golpes de filo, mas nada era capaz de alcanzar su carne, y se sentía invencible, y lo era. Los brujos se habían equivocado, ni siquiera ellos eran capaces de calcular su potestad o el dominio de su imperio. Los brujos se habían equivocado y él pisoteaba al único clan que por causa desconocida se le dijo era un peligro.

Al terminar triunfal esa jornada Urxzamenong mandó a buscar a las siete mujeres más bellas del lugar, siete vírgenes dijo, para dejar en ellas las siete huellas de su perversidad.

Una a una fueron llegando a la tienda del mal nacido, una a una fueron esperando que el señor de fuego iniciara el festejo. Hasta que Elissa fue encontrada y fue vista por el emperador a lo lejos. La visión de la muchacha lo encandiló por un segundo y comenzó a sentir un mareo que antes nunca lo poseyó. El malestar se hizo continuo a medida que la joven se acercaba, con los ojos vendados y las manos atadas, envuelta en un sencillo atuendo de pieles. Un remolino de ideas le impedía pensar hasta que en un instante casi pierde el control. Se afirmó de un árbol que afuera de la tienda había y articulando apenas las palabras les gritó a los soldados que se la llevaran de ahí: “alejáos con esa muchacha – les dijo –. Llevadla  a Arion y que allí me espere, sus vidas dependen de que llegue sin rasguños”. En seguida los guardias partieron dispuestos a dar su vida por la integridad de la doncella que, hasta ahí, no conocía el rostro del exterminador.

Pero él sabía que sus miedos habitaban en el corazón de esa mujer, en su belleza sin calificativos, en esa pureza transmitida a su esencia por algo o alguien que nunca imaginó pero que en ese atardecer, triunfal y negro, se le revelaba. Habían otras fuerzas, claro que las habían, y tras casi cuatro décadas de vida al fin se presentaban. Una mujer, delicada como una mariposa, estremecedora como un cuento de ángeles, era capaz de hacerlo tambalear como ningún arma humana jamás pudo. Esa doncella, sólo esa doncella, ella y nada más. Al parecer las advertencias no eran tan absurdas, sin embargo igualmente el emperador sentía que estaba todo bajo su dominio y control.

Tras poseer a las otras seis inocentes Urxzamenong imaginó todo cuanto haría sufrir a esa linda joven. Lo imaginó, mas antes de aquello decidió escapar esa misma noche hacia el bosque embrujado de Neptuno del Séptimo Plano para pedir consejo a la asquerosa bruja de Madran. Y ahí lo descubrió, no era una simple coincidencia, esa niña, esa mágica jovencita, era la estrella que vaticinaba la Novena Aurora, el fin de su supremacía. Pero él, monstruo marino, vándalo de los doce suelos, señor de las bestias aladas, no podía permitir su arribo, haría todo y más para que así no fuera. Sabía que en ello poco y nada podían sus diez mil hombres, sabía que en ello poco y nada podían sus maniobras, monstruos y dragones, sabía que en ello lo importante, lo único importante, era lo escrito, lo que magos y brujas señalaban como penitencia: la doncella debería ser sacrificada, había que arrancar su corazón y exprimirlo en nombre del gran señor del mal. ¡Y hay de quien se opusiera a sus actos! Que si antes se vio en él displicencia ante la vida, esta vez no habría tregua.

Elissa creció desde pequeña en medio de afecto y preocupación. Si bien sus padres no eran por sangre tales, puesto que recién nacida fue hallada una noche en las puertas de su hogar, su familia nunca escatimó oportunidades para agradecer su presencia. De espíritu soñador pero de funcional talento fue desde sus primeros años punto de encuentro de toda su gente. Amigos y amigas brotaban por doquier y el pueblo entero reconocía la diferencia. Esa diferencia que era luz de cometas, estrellas fugaces que en su mirada existían. Un ser en su primera vida le decían a los padres las ancianas, un ángel que perdió su estación, les aseguraban otras. Un ángel que perdió su estación o que tal vez, tal vez, intencionalmente la abandonó para efectuar un cometido de más alto orden. Yo que una vez la conocí y que entre sus amigos fui uno de los mejores, puedo asegurar hoy la certeza de que nunca más volveré a ver imagen tan bella y tan bello amanecer como aquel en que tras una sonrisa me dijo que me quería y que en su corazón, en un rincón de él, estaba mi nombre y mi propia sonrisa. Aveces en la vida optamos a riquezas y agasajos, mas para mí ha sido su amistad el más tremendo obsequio. Un obsequio que espero recobrar en alguna vida y en algún futuro, cuando mi pequeña alma se ancle en el mismo puerto que la suya.

Por fortuna tras la conquista que mi país sufrió, y en la cual con los míos luché, conservé la vida para poder narrar estos sucesos que se plasman ahora como la evidencia de un milagro, de un milagro hecho mujer. Mas esta es su historia y no la mía, es su paradojal suerte, su vida, su muerte y su renacer.  

Una vez estando en la fortaleza de Zratas el dragón Urdron la llevó ante la presencia de Urxzamenong que la esperaba sentado en un trono de roca, suficientemente cómodo para así no evidenciar el malestar que antes lo absorbió en presencia de la doncella:

-          Días llevo esperando tu aparición hechicera de las tierras de Tauro – le dijo –Y ahora que te veo de cerca no me pareces más impresionante que las mancebas de Zratas. Estarás aquí cautiva hasta que llegué la hora de tu muerte, hasta que llegue la hora en que con mis propias manos te arranque el corazón.
-          No le temo a tu maldad Príncipe de la Miseria, mas sabrás que mi vida sólo es un detalle de la fuerza que propiciará tu fin – respondió ella instantáneamente, como si las palabras en realidad no las pensara por si misma y le fueran trasmitidas por algún ser de energía superior –.
-          En mi jardín de rosas negras tu magia no tiene norte, tu cuerpo será despedazado y tu carne devorada por Urdron. Y tu cráneo será exhibido en toda ciudad como el reflejo de la suerte de quien se me oponga, has venido a esta tierra para probar mi gran fuerza, pero se marchita tu flor ante el calor de mi sol.
-          Sol y luz son lo mismo, has de conocer esa verdad, estrella, cometa y luna también están en mí. Mas el señor de la niebla está condenado a vivir en las sombras, maniatado por las garras invisibles de los verdaderos creadores del terror. Sois una marioneta, debéis descubrir dicha ley, y como marioneta has de quemarte un día en el fuego de la propia antorcha.
-          ¡Calla ramera! Calla – escupió Urxzamenong, sufriendo el mismo malestar que antes lo debilitara –. Yo soy el semidiós de la destrucción, tú eres una simple aldeana. Tus poderes ocultos no son más que artificios que no podrán hacerme mella cuando tu sangre se haya secado.
-          Mi sangre se secará, mas será sobre tu carne, será el día de tu decadencia, el día en que renazca la Novena Aurora. Porque tú semidiós de la peste, habrás de encontrarte una tarde con el semidiós de la luz, y ante él arrodillarte para recibir tu condena. 

Una vez que pronunció esas últimas palabras Elissa se desplomó desmayada, como si recién hubiese salido de algún transe o hechizo. Urxzamenong por su parte apenas soportaba el mareo, todo lo que lo rodeaba giraba sin parar y su estómago bárbaro se retorcía de asco.

La doncella fue trasladada al salón de Zratas, en donde a la vista de todos los presentes se le desnudó y vistió con insignificantes ropas para ser encerrada enseguida tras una jaula. 

Afuera de esas dependencias el rumbo de la historia tomaba distintos caminos, todos conducentes a dos posibles finales: a la muerte de Urxzamenong y de su fatal liderazgo o a la prolongación de su terror imperecedero en la tierra.


CAPITULO IV: EL MITO DE LOS ANTIGUOS GUERREROS.

“¿Por qué os afligís soldados de Arion?”, murmuró con voz calma un desconocido desde la oscuridad. Los viajeros habían decidido recuperar energías antes de la inminente batalla y conversaban deprimidos alrededor de una tenue fogata cuando el intruso les habló. Sólo se apreciaba su figura ensombrecida al costado de unos matorrales, los caballeros y el príncipe desenfundaron raudos sus espadas.

-          Sois rápidos cuando de empuñar la daga se trata, ojalá lo seáis también para clavarla en los guerreros deformes – dijo el desconocido, aún sin revelar su identidad –.
-          Pues acércate y compruébalo tú mismo intruso de la noche sin suerte – le respondió el del Lobo Errante –.
-          Ahorra tus fuerzas Errant Wolf para quienes realmente son vuestros enemigos – dijo el recién llegado, llamando al caballero como sólo su maestro alguna vez lo llamó –.
-          Revela tu identidad por favor, ya sabemos que eres un amigo, puesto que sólo un amigo conocería el nombre originario de este guerrero – solicitó el de la Esfera de Plata
-          Cierta es tu presunción Sfere Wolf, soy amigo de vosotros y también de quienes os entrenaron, ya que con ellos navegué algún día en la proa de un Drakar.
  
El príncipe sin nombre no podía comprender. ¿De qué hablaba aquel sujeto? ¿Quiénes eran los maestros a que se refería? ¿Acaso sus camaradas vivieron un día aventuras para él desconocidas? ¿Acaso ellos gozaron alguna vez de la guía de un mentor? El príncipe jamás tuvo uno, siempre renegó de profesores y generales, pues ellos “se quiebran como tallos de maíz”, había dicho algún día. Y siempre creyó, aún sin preguntar, que sus aliados pensaban de la misma forma.

Cuando el enigmático visitante se acercó a la fogata y comenzó a relatar su misión él y los demás pudieron entenderle. Era un hombre maduro que aún no alcanzaba la cuarta década de su estadía, de barba negra y ojos pacíficos, desarrollaba el oficio de Juglar. Vestía ropas simples y cargaba un bolso de cuero verde en el cual guardaba los escritos milcentenarios de los dueños de la sabiduría. De haberlo intentado ellos se hubieran dado cuenta que no había pregunta ni cuestión que el otro no pudiera responder. Originario del Continente Lejano, de aquel que nadie  conocía, este filósofo ontogénico tenía por objetivo traspasar a los capitanes un mensaje supuestamente enviado por los antiguos Generales de Arion. ¿Pero cómo? ¿No habían encontrado muerte hacía años esos Lobos Alfa? ¿No habían velado por días sus cuerpos los habitantes de Braguenor, el último lugar en que su Drakar encalló? Al parecer así no había sido, ya que una carta especialmente escrita para ellos señalaba las coordenadas de su actual paradero...

Muchos años antes, cuando el Caballero del Lobo Errante tan solo era un puber peón de kriag, Arión se vanagloriaba de ser el gran reino conciliador de esa mitad del mundo. No había poder de armas ni artimaña bien hecha que pudiera llevar a Sarfelotóm y su Reina a tropezar en el desvío. A ellos acudían emperadores vencidos, generales arruinados, reinos en peligro, para buscar protección o todo tipo de ayudas. Arión era un pueblo pujante, bondadoso y de gran valentía.

No obstante, la historia decía que durante décadas, casi un siglo, estuvo sumido en la guerra. El caos de esos tiempos fue enorme, varias naciones y linajes se blandían en armas en contra de sus vecinos Deformes, quienes buscando riquezas o tierras devastaban cada cierto tiempo. Sólo gracias a la sociedad establecida entre Los Señores de las Tierras Altas, las Tribus Mundanas del Centro de Afgion, los Guerreros de Arión y el pueblo de Tauro, se impidió que la raza creada por los magos oscuros imperara. Pero aún así el día a día era desastroso, el miedo era amo y señor, lo que incluso hizo que en los corazones de los habitantes de cada ciudad se olvidara por completo el derecho a vivir en paz.

Mas cuenta la leyenda que una tarde de espesa neblina arribó a Arión un guerrero sin patria acompañado de un fiero lobo, un mercenario, que tras ser aprisionado logró acudir a la piedad del Rey Sarfelotóm quien le concedió la Ley de la Duda antes de ser sentenciado a la horca debido a su evidente desagravio de no aceptar a Dios ni a dioses. “Cuál es tu nombre inmigrante y cuál es el nombre de tu bestia”, le preguntó el rey. “Soy el Caballero del Lobo Gris”, respondió con orgullo el visitante, “...y no somos dos, tan solo uno... pues si el otro duerme, se malogra nuestra suerte”.

¡Vaya que años aquellos! El Caballero del Lobo Gris se hizo Gran General de Arión y junto a su camarada de armas, el Caballero del Viejo Lobo, llevaron al reino a la victoria y al fin de una contienda que parecía inacabable.

En aquel entonces el del Lobo Gris era delgado y de mediana estatura, aguerrido y azuzado, mas sabio y frío si se trataba de estrategias. El del Viejo Lobo era de alta estatura, fornida estampa y frondosos bigotes negros, proveniente de zonas intermedias gustaba navegar solo en su Drakar de proa de plata. Cuando ambos se conocieron en el desfiladero de Dagitar decidieron surcar juntos el mundo, seguros de si mismos y de su clan todavía soñado. Con los años lograron construir un equipo de soldados que dada su fiera preparación trabajaban como mercenarios en batallas e invasiones.

Cuando estos Lobos Alfa tomaron el bastión de la defensa la historia que parecía eterna cambió, las Castas Deformes debieron replegarse y sus aliados retornaron a sus lejanos hogares. Con ello el mito de los Generales se extendió en el orbe, lo que ayudó a que nunca más algún invasor se acercara a ellos o a quienes con ellos pactaron. Muchos niños creyeron en la magia del Caballero del Lobo Gris, así como en el poder del gigante Caballero del Viejo Lobo, y gracias a su presencia dormían con placer. Lo cierto es que Arión se olvidó de la muerte y la sangre mientras estos guerreros habitaron en su seno.

Ahora bien, los caballeros nunca estuvieron solos, pues sus victoriosas marcas de guerra obedecían a una curiosa cualidad: junto a ellos viajaron siempre dos lobos de dinastía señorial, dos lobos generales de manadas: el Viejo Lobo y su hijo el Lobo Gris. He ahí el motivo del poder de los caballeros, pues más allá de su picardía e inteligencia, más allá de su mitológico poder, poseían la custodia de sus hermanos de espíritu.

Dos décadas después el tiempo había hecho lo suyo en los rostros de estos dos señores. La fuerza ya no era la misma, así como tampoco era igual el ímpetu de custodia. En vez de aquello lo que soñaban en sus charlas matinales era el deseo de volver a recorrer océanos. Siendo así inevitablemente anunciaron su partida al anciano Sarfelotóm, quien con tristeza les despidió un atardecer otoñal. “No os aflijáis gran rey, pues estos, tus generales, pronto enviarán ante ti a quien nos reemplazará en la custodia. Un guerrero más joven y fuerte, mas sabio también, se presentará antes de que el sol de la paz anuncie su retirada”, le recitó el Lobo Gris a Sarfelotóm momentos antes de marchar. El monarca no sabía de quién le hablaban, mas confiaba en la promesa. Ciertamente la ayuda de un nuevo general era imperiosa para mantener su seguridad, así como la de su pueblo y sus pequeños gemelos.

-          Alexander, ponzoñoso peón de kriag, ven aquí – le gritó una jornada antes de partir el Caballero del Lobo Gris a un mozalbete de debilucha apariencia –. ¿Has sido tú acaso el que alcanzó la victoria en los juegos de verano? – le preguntó luego –.
-          Así es mi señor, por suerte mas que por inexistente poder –.
-          No juzgues tu poder por el esqueleto que ahora cargas, que antes que la adultez te alcance serás llamado maestro y capitán.

En ese instante el general le informó a Alexander que había sido elegido para acompañarlo a él y su camarada en aquel viaje del que ya todos sabían. Partirían al siguiente día. El joven aceptó la propuesta sin titubear, sintió miedo en su corazón, por Dios y dioses que lo sintió, mas sintió también que era ese el destino que su estrella le anunciaba.

A la siguiente jornada, cuando por vez primera abordó el Drakar, el Viejo Lobo le señaló un rincón, “ve allí y busca a tu medio hermano”, le dijo. Cuando Alexander se acercó encontró a un recién nacido cachorro de lobo, hijo del mismísimo Lobo Gris. Ya desde ese momento la conexión se produjo, la total sincronía. “Ese lobo es ahora tu escudo, y tú su espada. Ya nunca más serás Alexander, desde ahora serás conocido como el Caballero del Lobo Errante”, le anunció el Lobo Gris.

Horas y horas de viaje, mares y océanos, nuevas tierras y mil aventuras, batallas, rescates, tardes de entrenamiento y deliberaciones. Los años pasaron y el Lobo Errante se convirtió en un hábil guerrero, tan solo superado por sus dos viejos maestros. Siendo así su regreso a Arión se aproximaba, pues la promesa a Sarfelotóm debía cumplirse.

Una mañana el Drakar ancló su poder a orillas del lago de Nijfandur, cuando de pronto un soldado avisó el avistamiento de dos dragones negros. Normalmente cuando eso ocurría la tripulación se escondía en el interior del barco a esperas de que los generales ahuyentaran a los malignos voladores. Incluso aveces, en la conjunción de sus fuerzas, eran capaces de dar muerte a alguno de esos recios alados. “Esta vez no seremos nosotros los que protegeremos la vida de nuestros seguidores”, le dijo seriamente el Viejo Lobo al del Lobo Errante, “serás tú Errant Wolf quien demuestre ante estos terribles rivales el aprendizaje que has recibido”. El estudiante comprendió de inmediato, había llegado la hora de probar su valor. Entonces tomó su escudo y su espada y salió en compañía de su fiel lobo a enfrentar las amenazas.

Uno de los dragones lo divisó en la orilla de la playa y sin dudarlo emprendió picada para agarrarlo y convertirlo en su cena. El caballero no huyó, tan solo esperó arma en mano a su contendiente, si debía morir era su suerte, no evitaría la zaga de su destino.

Fue entonces cuando estando el dragón a escasos metros del Lobo Errante una lanza atravesó fulminante el aire clavándose en el corazón del gran monstruo. Un guerrero pasó frente al caballero montando velozmente un semental y se dirigió directamente hacia el otro dragón que esperaba en tierra. Bajó del caballo y con su espada dio fin a su rival en menos de lo que una estrella fugaz demora en perderse en la línea del ocaso.

Al ver aquello los generales se dirigieron raudos a la playa. ¡Como un solo hombre podía acabar de esa forma con tales monstruos!

El desconocido se acercó a los navegantes sin enfundar su espada, “alejaos de aquí, que podrían llegar otros dragones”, les ordenó bruscamente. El Lobo Errante, ofendido y más que eso humillado, quiso ir en busca de pelea, mas el Viejo Lobo lo detuvo.

Durante algunos minutos se observaron en silencio, los generales nada más admiraban la valentía de ese guerrero, un jovencito, un niño, que llevaba estampada en su pecho la marca de un salvador.

“No es mi intención despreciar el arriesgado gesto que hacia nosotros has tenido, mas esas bestias eran la prueba de valor de mi aprendiz”, dijo serenamente el Lobo Gris, “por lo que deberéis ser tú quien nos conceda esa pelea”, terminó.

Los señores y sus soldados se sentaron a diez metros de los dos guerreros y observaron como se daba una lucha que parecía no terminar. La habilidad del desconocido era incomparable, pero a su vez era incomparable la fuerza del Caballero. Solo dos horas más tarde el duelo acabó, con la espada del Lobo Errante en el cuello del muchacho. “¡Detente Errant Wolf!”, gritó el Lobo Gris, “a menos que quieras dar muerte a tu señor”.

De esa forma el segundo de los gemelos se unió a los viajes del Drakar, siendo nombrado como el Caballero de la Esfera de Plata por el Viejo Lobo.

Doce meses después de ese evento el Lobo Errante y el de la Esfera de Plata desembarcaron por última vez del Drakar y dirigieron sus pasos hacia Arión. Allí los esperaba el príncipe sin nombre, quien también se había convertido en un prodigioso luchador.

Por su parte, de los generales nunca más se supo, nunca más hasta esa noche en que aquel juglar de ellos habló:

“... Así es que de una vez por todas dejad a un lado vuestra lógica formal y tomad con fuerza la dialéctica en vuestros corazones, que la sabiduría de los generales viene hoy conmigo volando hasta aquí como guía y premonición de nuevas chances”.   
El barbudo caminante les habló de la inminente conjunción de las ideas y de cómo estas confluían en un solo pragmatismo para dar al destino una nueva forma. Ellos poco le entendían, mas de vez en cuando comprendían sus  reflexiones y el relato de su primer encuentro con los generales: “... Entonces el Drakar se detuvo frente a las costas desconocidas esperando ser atacado por algún pueblo aborigen... Sin embargo aquello no aconteció, en cambio surgió del pastizal un pacífico grupo de Sernugos, sabios del Templo de la Humana Inflexión, armados únicamente con sus certezas y con el deseo desinteresado de dar cobijo a los recién llegados... El Lobo Gris nos contó de sus hazañas, de la forma en que junto al Viejo Lobo doblegaron a crueles mercenarios, liberaron princesas, protegieron reinos y, en definitiva, hicieron de su lucha y poder un rayo de justicia... Nuestro gran maestro, el Anciano Sernugo Mayor, me encomendó acompañar a los caballeros en sus siguientes viajes, para detallar con mi pluma su historia y hacer inmortal la hazaña de los guerreros...
... Era una noche de miedo, el Drakar navegaba por las aguas poco profundas que circundan al bosque embrujado esperando desembocar pronto en el océano. Las castas deformes habían estado quietas durante largos años, ese era el alivio que nos llevó a cruzar esa zona,  pero igualmente la tripulación se mantenía alerta y encomendaba su alma a Odín, el tercer pequeño dios...
... Todo ocurrió repentinamente, cientos de lanzas y flechas cayeron de la oscura noche. Antes de que pudiéramos evitarlo el Drakar fue invadido por abominaciones y seres deformes. Los generales dieron honda lucha, aniquilaron a decenas, mas su tripulación sucumbió, a pesar de su experticia no fueron capaces de resistir a tantos enemigos...
... Ese fue el peor momento, el hijo del Viejo Lobo estaba al otro lado del río, luchando con el poderoso Zratas, líder de los deformes, con su padre demasiado lejos como para salvarlo. Cuando la espada del maldito se hundió en el vientre del joven el Viejo Lobo calló por la borda absorbido por la tristeza, siendo arrastrado por las corrientes hacia el mar. El Lobo Gris se lanzó para ayudar a su socio, y así ambos se perdieron en el torrente...
... Meses más tarde logré encontrarlos, vagando borrachos por los suburbios de un poblado. No parecían ser ellos, presas de la abyección y el pecado no quedaba en su espíritu nada de lo que antes fueron... Una vez que pude convencerlos de abandonar esa vida de juerga nos dirigimos a mi hogar, en donde con mis hermanos Sernugos nos encargamos de curarlos. Años tardaron en ello, muchos años, mas renacieron, justo en el momento de la gran contienda...”.


CAPITULO V: YA NO EXISTIRÁN LAS GRANDES BATALLAS.

Las campanas de alerta de Fremolz avisaban que a lo lejos tres personajes desconocidos se acercaban a la fortaleza. Habían sido divisados por un dragón negro que sobrevolaba el distrito. Zratas y Urxzamenong deliberaron un instante observando desde la torre principal a sus tropas, miles y miles de soldados, dragones y abominaciones desordenadamente dispuestos alrededor de todo lo que era visible.

Urdron se acercó luego a esperas de que su amo le informase qué era lo que debía hacer con los intrusos:

-          Uno de ellos es el príncipe sin nombre, el otro es el Caballero de la Esfera de Plata, el mismo que ha acabado con decenas de tus dragones – le dijo el emperador al señor de los doce cielos –. El tercero es el Caballero del Lobo Errante, antiguo capitán de las tropas de alzada de Arion. Deben acabar con sus vidas.
-          Mandaré a mis dragones entonces – propuso Urdron –.
-          ¡No! Quiero que sufran, quiero que la carne de sus cuerpos sea despedazada y devorada lentamente. Decidle al Brujo Beayir que valla a su encuentro, que lleve a sus bestias, pero que no se confíe.
-          A tus ordenes señor – asintió Urdron, no sin sentir enfado al no poder ser él mismo quien diera fin al legendario caballero aniquilador de dragones –.

El brujo Beayir escuchó las ordenes enviadas por Urxzamenong y esbozó una tenebrosa sonrisa. Él y sus mil aborígenes de raza negra estaban ansiosos por iniciar una nueva lucha por lo que haber sido elegido para terminar con la vida de los invasores le reconfortó. El poder de este hechicero se basaba en las enseñanzas de la magia negra más primitiva, de los primeros esbozos de maldad hechos por los magos del Norte de Nectámbulo Sorio.

Así fue como estos guerreros, armados con lanzas y escudos y llevando con ellos a sus más de quinientas panteras, bestias fieramente adiestradas para el ataque, se dirigieron a interceptar al príncipe. Corrieron por una hora a través de los pantanos y bosques de Neptuno del Séptimo Plano hasta que desembocaron en una llanura. Al frente se veía una colina que impedía saber qué era lo que más allá había, y ahí se quedaron, aguardando impacientes por su festín de sangre.
Cuando los tres aparecieran, si lograban huir, serían aniquilados en los bosques que tras ellos había, no existía otra forma de escape y esas junglas les eran perfectas para una cacería, semejantes a las junglas de sus propias tierras.  

Cuando el príncipe y sus caballeros llegaron a la cumbre de la colina se encontraron con la fatídica visión, cientos de enemigos esperándoles:

-          Es este el fin de nuestra aventura – dijo el del Lobo Errante –.
-          Así parece – siguió el príncipe –. Mas decenas de ellos morirán por mi espada.
-          Y por la mía – apoyó el Caballero de la Esfera de Plata –.

A pesar de la lejanía que los separaba de sus agresores el rugido de las fieras se escuchaba y se introducía por sus oídos provocándoles miedo, un miedo que acrecentaba en ellos el deseo de acabar pronto con ese macabro juego.

Los aborígenes sostenían con cuerdas atadas al cuello a los animales, gritaban y reían, golpeaban sus lanzas contra el suelo y azuzaban todavía más a las panteras.
Beayir lanzó un quejido horrible y ordenó de esa forma que las bestias fueran liberadas. El destino de los salvadores llegaba a su fin, sin haber estado si quiera cerca de recuperar a su amada doncella.

Pero de pronto, como fantástica aparición, se dibujó en medio de la llanura cubierta de pastizales amarillos una figura que se desplazaba lentamente en dirección a los tres amigos. No se distinguía bien a lo lejos, pero puesto que caminaba sostenido en cuatro patas se sabía que no era un ser humano, más bien era otra bestia, una que por absurda confusión o por arrojada valentía se interponía en la pelea. Cuando estuvo a una distancia media entre ellos y los primitivos se detuvo y mirando a estos últimos aulló potentemente elevando su hocico hacia las negras nubes que cubrían el desolado paraje. Entonces lo supieron, los tres lo supieron, era el Lobo Errante, el lobo guerrero sin hogar, el amigo del caballero más temido antaño, el mismo que todos pensaban ya muerto. 

“El alma del lobo sin origen, del que fue tu medio hermano en batalla, se ha encontrado conmigo al final de su ruta. Ahora que es señor de los suyos te envía un saludo y la promesa de que un día le volverás a ver”. El Caballero del Lobo Errante recordó las palabras de Hol, y claro, ¡claro!, él en ningún momento le dijo que al que había encontrado era a un ser de espíritu sin cuerpo, sólo habló de su alma, y sabido es que los dragones de Alzir ven almas por sobre cuerpos, y se dirigen a ellas cuando se comunican. Su amigo estaba con vida y así, nuevamente, el poder del caballero estaba completo.

Beayir se enfureció por la atrevida audacia de ese animal que lo desafiaba. ¡Quién creía ser ese insignificante lobo! ¡Quién creía ser frente a su oscuro semblante! Sin dudarlo soltó de su cuerda a la bestia que él mismo sostenía, Osha, la pantera negra más feroz de su clan. Un animal de furia sin igual, sin igual hasta ese momento en que se encontraba en duelo con un ser de honor marcial.    

La pantera corrió al encuentro del Lobo Errante, este a su vez marchó a luchar también, nunca había rehuido un desafío y esa no sería la primera vez. Un ser de luz contra un ser de la oscuridad, bien y mal, otra vez, en la disputa.

El príncipe quiso ir en ayuda del lobo, pero sus camaradas de armas se lo impidieron, no podían interferir, no se podía, sólo uno de los dos conservaría la vida, si ese era su amigo sería el logro de su propia capacidad.
Cuando nada más un par de metros los separaban Osha saltó por los aires con sus garras al frente, poderosas garras infecciosas. Fue un gran saltó que tenía como destino el cuerpo del lobo, quien sólo unos segundos antes había apresurado su andar. Nuevamente parecía como si los esfuerzos de la bondad se desvanecieran, parecía como si el lobo no tuviera escapatoria. Osha estaba por caer sobre su contendiente, iba a alcanzarlo con sus uñas para después aprisionar su cuello con sus brutales mandíbulas, pero en eso el canino, ágil e inteligente, se hizo a un lado velozmente provocando que el otro animal se desplomara contra el piso. Al momento de suceder aquello, y como un rayo fugaz, el Lobo Errante se abalanzó sobre la pantera y mordió ferozmente la parte trasera de su cráneo, unos instantes breves, regalándole una muerte rápida y sin dolor. Posteriormente giró y volvió a aullar, tras lo cual de todas partes comenzaron a salir manadas de lobos de diferentes colores, lobos venidos de cada rincón del mundo para, bajo el mando de su señor, participar en la batalla de un pequeño dios. Más de seis mil lobos repletaron el lugar y rodearon a los aborígenes antes de iniciar la contienda. La mayoría de las panteras huyeron, pero las que se quedaron a combatir perecieron finalmente. Algunos lobos murieron también, mas sus espíritus viajaron de inmediato a su cielo.
El príncipe y su hermano no debieron, o tal vez no pudieron, participar en la pelea. Tan solo Alexander acompañó a su lobo, como en los viejos tiempos. Caminaba en medio del campo de batalla dando muerte a los aborígenes que intentaban aniquilarlo. Al otro lado del valle lo esperaba Beayir, con sus dos metros diez de estatura, su agilidad bestial y sus letales armas. Sin embargo a poco de encontrarse cara a cara el espíritu de Beayir se desprendió de su carne para deslizarse de un soplo hacia el abismo, en donde esperaría una nueva chance de vida. La pelea fue tan breve que no vale la pena narrarla, el brujo no era rival para el Caballero quien, junto a su lobo, se encargó de sellar esa parte de la historia.

-          Ya no existirán las grandes batallas, no después de este día – le dijo el príncipe a Hol, que junto a si observaba al ejército de Urxzamenong dispuesto a quinientos metros de adonde estaban –.

Tres jornadas habían transcurrido desde la llegada del príncipe sin nombre a esas zonas y sus tropas estaban por completo reunidas, dispuestas a luchar y morir por su futuro y su liberación.

Del mismo modo, el emperador esperaba nervioso en la cumbre del castillo de Zratas el inicio inminente de la pelea, de la última pelea, de la que sellaría el destino del mundo por los próximos cientos de años. 

Las fuerzas eran parejas, si bien las castas deformes sumaban miles, las manadas de lobos también eran vastas y hora a hora crecían. Si bien por parte de Urxzamenong combatirían dragones, mercenarios y guerreros del oeste, por parte del príncipe darían la vida el ejército de Alzir y los soldados de Arion.

Finalmente se dio inicio a la contienda, cientos de dragones negros aparecieron por los aires en dirección a sus contendientes humanos, ignorantes aún de que en algún lugar del cielo estaban ocultos quienes en verdad serían sus rivales.

Cuando los monstruos alados estaban prontos a dejar caer su fuego sobre las huestes del bien los dragones azules de Hol descendieron desde las nubes irradiando su aliento multicolor en contra de los malignos voladores. Estos últimos se vieron obligados a enfrentarse a ellos, confiados todavía ante su vasta superioridad numérica. Sin embrago no contaban con una nueva sorpresa: justo cuando el inmenso Alzaminair se instaló al lado de Hol y los caballeros portando en su lomo a la hermosa Ikpeba, en el aire se vio aparecer a su bando de dragones multicolores, cada uno de los cuales iba montado por dos o tres guerreros de las tierras altas, quienes armados con flechas, lanzas y espadas harían su parte en los cielos.

Cuando los dragones comenzaron la lucha Urxzamenong dio el grito de inicio. Los dos ejércitos se abalanzaron al frente y defendieron sus causas diversas. Sangre y honor, odio y amor. Una larga jornada había comenzado.

El príncipe y sus caballeros formaron parte de la pelea desde el principio, mientras Hol y Alzaminair dirigían la estrategia voladora.
  
-          Hasta aquí te trajo hoy tu destino ignorante cazador de dragones, para que encuentres en mis garras la muerte y en la muerte el dolor de mi  fuego – le dijo Urdrón al Caballaro de la Esfera de Plata cuando logró encontrarlo tras una búsqueda impaciente –.
-          Supongo que algún día debíamos acabar lo que antes comenzamos – señaló él al recordar la pelea inconclusa que tuvieron en las Tierras Altas –.
-          ¡No te ufanes de falso poder soldado, que muchos salvadores como tú fueron aplastados por mi en siglos pasados!

Entonces Urdrón avanzó de un saltó hacia el de la esfera dispuesto a aplastarlo, pero este lo esquivó con una voltereta y se puso en posición de defensa.

-          ¡No es esa la batalla que debes librar guerrero! – le gritó de pronto Hol que había llegado al lugar –.

El caballero lo miró enfadado, si había algo que no le gustaba era que interrumpieran sus contiendas, menos aún con un grito de orden como ese. Pero el jefe dragón con una mirada severa dirigió la atención del caballero hacia el oeste de adonde se encontraban logrando que a lo lejos viera al mismísimo Urxzamenong que impávido daba fin a cuanto contendiente se le acercaba.

-          No creo poder vencerlo dragón – confesó el caballero –.
-          Si tú no lo haces no lo hará ningún otro – señaló Hol con tono de derrota –.

Entonces el menor de los gemelos pensó un instante en la doncella, en la musa que aún no conocía pero que le llenaba de valor, y en su nombre comenzó a dirigir sus pasos hacia el  emperador.

-          No pensarás que dejaré que te vayas. Si antes debo acabar con este maldito lo haré de un suspiro. ¡No huyas cobarde humano! – reclamó Urdrón, subestimando el poder de Hol al verse más fuerte y significativamente más grande –.
-          No detengas tus pasos caballero – dijo el dragón azul –. Pues este, uno de los antiguos elegidos que creció en las Montañas de Cristal, hoy tendrá que rendir cuentas ante quien fue su maestro y mi aprendiz.
-          No utilices artimañas Dragón Azul, que las mentiras que pronuncias no causarán en mi temor. El maestro de quien hablas ya ha pasado a nueva vida, lo supe hace mucho y por ello celebré. Si piensas que...

Urdrón no alcanzó a terminar su discurso cuando en la cumbre de una colina lejana distinguió los colores que más respetó en su infancia. Alzaminair, el más fuerte de los dragones del bien, quien fuera como un padre para el maligno alado, lo esperaba para terminar de una vez el ciclo que hacía siglos habían comenzado.

Urdrón sintió miedo, por primera vez en su añosa existencia lo sintió, pero ya que todavía estaba confiado, y más que por aquello ya que aunque malvado era ante todo honorable, elevó vuelo y se encontró cara a cara frente a su mentor.

Zratas crió desde pequeño al horripilante Kijak, nauseabunda rata gigante del Bosque Embrujado de Neptuno del Séptimo Plano. Lo hizo luchar con osos, lobos y panteras, vio como daba muerte incluso a uno que otro dragón para posteriormente calmar su apetito de días con su carne. Sólo él podía acercársele sin que este se tornara violento, solía soltarlo nada más que para batallas o invasiones. Al hacerlo sabía que ni siquiera la vida de los propios guerreros deformes estaría a salvo, pero su bestialidad a su vez aseguraba terror y muerte en sus contrincantes.

Cuando el líder de la casta deforme decidió al fin salir a luchar no lo hizo sin antes hacerse acompañar por aquel roedor enorme. Lo sacó de su jaula y le ordenó acompañarlo al campo de batalla, pero sólo pudo controlarlo después que el animal se alimentó de dos mercenarios que en vano intentaron defenderse de sus colmillos.

Caminaron por los patios del reino deforme dispuestos a matar y reír, Zratas era también enorme y su vileza no tenía límites.

-          ¿Adónde crees que vas? – le dijo Zratas a un humano que se encontró en dirección contraria, el que suponía sería su primera víctima –.
-          Voy en busca de quien debió ser la Reina de Arión – respondió el intruso refiriéndose a Beatriz –.
-          ¿Quién eres tú soldado? – preguntó el líder deforme algo confundido –.
-          Solía ser llamado Caballero del Lobo Errante, y aunque un día fui soldado me crié para ser General.
-          ¿El Lobo Errante en mi castillo? ¡Acaso esto es una pesadilla, el maldito más grande intentando invadirme!
-          Ya antes he estado acá, y si no te he dado fin fue sólo porque pequé de bondad. Mejor abridme paso, no es mi deseo acabarte, pues tal vez un día tu corazón pueda sanar de tanta maldad y aproveches tus últimos años intentando compensar el dolor que hasta hoy has causado.
-          No te creas sabio, que a mí tu leyenda no me asusta – le dijo Zratas a esperas de que Kijak saliera del oscuro rincón en que se había ocultado para agarrar al capitán –.
-          A mi tampoco me asusta el animal que en las sombras está escondido, que si no se ha lanzado sobre mi es porque ha sentido la energía de mi lobo – respondió sereno el caballero
-          No intentes confundirme, todos sabemos que tu lobo cayó muerto sobre un gran bosque –.

Fue entonces cuando Kijak se asomó de las sombras, hizo un asqueroso gesto y amenazó al capitán. Inmediatamente el Lobo Errante apareció también y se instaló frente a la rata para defender a su amo. Sin embargo el roedor era un rival demasiado poderoso para el fiel canino, eso el Caballero lo sabía y por ello se angustió. “¡Ataca Kijak!”, gritó repentinamente Zratas ante lo cual el animal se abalanzó con furia hacia sus enemigos, de un empujón lanzó al lobo varios metros más allá tras lo cual quiso alcanzar con sus aguzados dientes a Alexander. Pero antes de que pudiera lograrlo una enorme hacha cruzó volando entre Zratas y el Caballero para clavarse sobre el cráneo del desafortunado Kijak que calló sin vida.

Zratas sacó su espada al ver acercarse una sombra desde el extremo derecho de ese patio, “¿Sfere Wolf?, eres tú”, preguntó el Caballero del Lobo Errante, pero no hubo respuesta.

Entonces una voz gruesa de decidida postura lanzó una amenaza: “la vida de mi hijo me robaste despiadado Zratas, ese fue el error que nunca debiste cometer”. Al finalizar la oración apareció un hombre de corpulenta estampa, vestido a la usanza guerrera antigua, de prominente barba canosa. El caballero se arrodilló ante él y mirándolo a los ojos lo saludó: “Maestro del Viejo Lobo”, le dijo. “Levántate Errant Wolf, ve a saludar a tu mentor”, respondió el añoso guerrero justo cuando desde el otro costado surgía la voluminosa estampa del mismísimo Lobo Gris. El Lobo Errante lo abrazó entre risas, feliz por el reencuentro.

Tras ello el Lobo Gris le ordenó a su aprendiz ir a cumplir su misión, salvar de su triste situación a Beatriz, la que fuera prometida del príncipe sin nombre. El capitán de Arión dudó ya que sus maestros no eran los de antes, sus cuerpos ahora lucían pesados y lentos e incluso parecían haber perdido gran parte de su fuerza. En cambio Zratas además de ser inimaginablemente enorme era inhumanamente poderoso. Siendo así, y pensando lógicamente, el monstruo no debía tener mayores problemas para vencer a sus contrincantes.

El Viejo Lobo intuyó la preocupación y seriamente le dijo: “obedece niño, no contravengas a  tu General, este tiene cuentas impagas con nosotros, y solo a nosotros nos las debe pagar”.  

Finalmente, el capitán debió marchar hacia el palacio dispuesto a dar su mejor esfuerzo, adentro se encontraría con deformes y abominaciones sin nadie que pudiera ayudarlo en su pelea. “Corre Errant Wolf, y no mires atrás, o las penas del Garadiablo traicionarán tu razón”, le gritó el Lobo Gris.

Zratas rió con fascinación al verse a solas con los dos generales: “ancianos torpes, no debieron dejar que el muchacho se fuera. Ahora deberán morir lentamente y sin compasión”. Pero el Viejo Lobo no estaba para charlas, tras retirar su hacha de la rata le lanzó un golpe a Zratas, este levantó su espada para detenerlo y al hacerlo comprendió que su calma era imprudente, el Viejo Lobo, al parecer, era un hombre de fuerza superior.  

La cara del deforme se horrorizó, temor que los otros descifraron. “Ve amigo mío, bien sabes que esta es mi pelea”, le dijo el Viejo Lobo al Lobo Gris y este sin mediar duda dio la vuelta hacia el campo de batalla.

 Al llegar al salón principal del palacio deforme el capitán y el Lobo Errante se encontraron con una nerviosa sorpresa: un batallón de enemigos lo esperaba, intuyendo el posible rescate de Beatriz y, por sobre todo, de la Doncella. Se acercó a ellos lentamente, con su escudo y su espada dispuestos, protegido nada más por su lobo. Rápidamente fue rodeado en injusta desigualdad. Mas de pronto, y como solía ocurrir cuando alguno de los héroes estaba en problemas, dagas amigas llegaron para ayudarlo: el príncipe sin nombre saltó desde el balcón del segundo piso y tras él Sernugo el juglar se dejó caer también.

-          No sabía que los Sernugos pudieran luchar – le dijo con ironía el capitán al sabio barbón –.
-          No luchamos en busca de muerte, tan solo intentamos propagar la justicia.

El príncipe sin nombre se veía inoportunamente ansioso, en su mente la imagen de Elissa conquistaba su razón y la posibilidad de perderla lo llenaba de miedo. Siendo así y movido por tal sentimiento, el príncipe rápidamente dio inicio a la esperada contienda.  

Mientras tanto en el campo de batalla se libraba un choque de fuerzas sin igual, los cielos estaban repletos de dragones negros intentando aplacar a sus símiles de colores; en tierra las tropas de Arión blandían sus espadas contra bárbaros, deformes y abominaciones ayudados por las manadas de lobos amigos.

Repentinamente un quejido potente envolvió el ambiente, un quejido maligno que evidenciaba un gran dolor. La multitud echó vista hacia una colina lejana y en ella Alzaminair estaba a punto de derrotar a Urdrón. Al percatarse de ello Urxzamenong comenzó a dirigir sus pasos hacia el lugar para salvar a su aliado, los soldados de Arión en vez de enfrentársele intentaban escapar de su espada a medida que el emperador corría furioso, pero uno a uno iban cayendo en tanto eran cogidos.

En eso un menudo soldado se interpuso en su camino, Urxzamenong lanzó una estocada sin preocuparse de él e intentó seguir avanzando al creer que, como a todos los demás, lo había asesinado. Pero no, el soldado seguía ahí, y uno tras otro esquivó o rechazó siete golpes de espada. Urxzamenong se detuvo, lo miró con atención y recordó, recordó ese rostro y recordó su juramento, la promesa de algún día llegar a matarlo, y su furia creció, y odió y maldijo al mundo entero.

-          No hay hombre que pueda vencer al señor del terror, los magos y brujas lo han predicho – le informó Urxzamenong al Caballero de la Esfera de Plata –. Pero te daré el honor de enfrentarme tan sólo para tener el regocijo de pisotear tu cuerpo caído.
-          Tienes razón Urxzamenong, no hay hombre en esta tierra que pueda comparar su poder al tuyo, no hay soldado terrestre que pueda derribarte. Mas un día de sol se presentará ante ti el semidios, pues sólo él es quien tiene en su espada la fuerza que derribará tu potestad.

La pelea más importante de todas había comenzado, el emperador Urxzamenong y el Caballero de la Esfera de Plata decidirían gran parte de la suerte final del conflicto.

A la distancia Hol y Alzaminair, quien había dado fin a Urdrón, observaban la contienda y comprendían con preocupación que estaban siendo vencidos. Si bien en el aire la lucha era pareja en los campos las tropas de Arión eran prácticamente devastadas por sus enemigos. Aún peor, de un momento a otro los miles de lobos que antes les apoyaban comenzaron a retirarse hasta desaparecer de la vista de los dragones. Al parecer sin el Lobo Errante cerca habían perdido el valor y prefirieron conservar la vida. Entonces Hol y su amigo comenzaron a dirigir sus pasos hacia el punto de pelea más álgido para intentar contener algunos instantes más a los bárbaros y deformes esperanzados de que el de la esfera lograra a tiempo su cometido.

Así, mientras se aprontaban para combatir observaron que uno de los lobos que antes desaparecieron aulló a la distancia, miraron hacia allá y vieron a un Vikingo de redonda figura detenido en la espesura quien alzó su espada y gritó una proclama de guerra: “por vida o por muerte, mas siempre por honor, demos tiempo a nuestro tiempo y acabemos de una vez por todas con esta última batalla. ¡A la carga Drakanianos!!!”. Y ahí apareció: en todo su esplendor, un ejercito de soldados fieramente entrenados, cada uno acompañado de un lobo, cada uno portando el escudo de la vieja escuela. El ejercito que el Lobo Gris había formado con un único fin que era esa misma tarde se abalanzó a paso firme hacia su destino: fuerza y honor, tiempo al tiempo, tiempo al campeador. Los deformes y bárbaros los vieron venir, al igual que los soldados de Arión, estos últimos con alegría.

Las horas pasaron y la disputa continuaba. Los Drakanianos demostraron gran vigor en la pelea y comenzaron poco a poco a derrumbar a sus enemigos. El Lobo Gris y Hol dirigían la estrategia con asombrosa justeza mientras Alzaminair ayudaba a sus soldados a erradicar a los últimos dragones negros.

Hasta que de pronto la lucha cesó, los bárbaros del oeste bajaron sus armas y los deformes y abominaciones huyeron del lugar. En ese instante pareció reinar otra vez la paz, el Caballero del Lobo Errante apareció cargando en sus brazos a la desvalida Beatriz, junto a sí el príncipe sin nombre guiaba a una agradecida Elissa. A la distancia se acercaba también el Viejo Lobo, a paso lento, cargando en una mano su hacha y en la otra la cabeza de Zratas, iba mal herido, mas iba también tranquilo al haber vengado la afrenta.  

Hubo un silencio extraño, el viento silbó intentando llamar la atención de los vencedores, intentando decirles que la pesadilla todavía no acababa. Y se escuchó entonces el choque de dos espadas, y miraron a los lejos y vieron a Urxzamenong intentando derribar al Caballero de la Esfera de Plata. El del Lobo Errante se paró junto a su maestro y le contó:

-          No te aflijas Greace Wolf, pues esa es su lucha. Está escrito que sólo un semidios podrá vencer al canalla.
-          Los semidioses no existen amigo mío, tan sólo el Gran Dios y los nueve dioses pequeños.

¡Pero cómo! La leyenda así lo afirmaba, el mismo Hol saludó de esa forma al caballero. Sernugo se acercó al Lobo Errante y le confirmó tal noticia, “los semidioses no existen, nada más fue una forma de brindarles fuerza y esperanza”.

Alexander miró a Hol: “no hay semidioses, tan sólo valientes humanos. Pero tú bien lo dijiste caballero, es esa su lucha, es sólo de él, porque es lo que está escrito y si fracasa todos habremos perdido”, luego el dragón dirigió otra vez su vista hasta donde se estaba dando el duelo y con penoso rostro avisó que el de la esfera vivía sus últimos momentos.

El capitán no dudó, nunca estuvo en su ser la cobardía, agarró su espada y corrió al lugar desesperado, sin importarle contravenir las profecías.

Urxzamenong tenía al Caballero de la Esfera de rodillas, sin su espada ni su escudo, pero cuando iba a degollarlo se interpuso entre ellos Alexander.  

-          No intervengas en esto Capitán o dejarás sin honor a este miserable caballero. Un día tendrás el gusto de sentir la espada del emperador, pero hoy no es el turno de tu muerte – amenazó Urxzamenong –.

Pero Alexander no retrocedió, en cambio sacó su espada y se puso en guardia. Urxzamenong se enfureció y atacó al capitán quien de inmediato se dio cuenta de la diferencia de poderes. No lo vencería, de ninguna forma podría lograrlo. Su lobo intentó ayudarle, pero él le ordenó irse en retirada.

Lejos de ahí el príncipe sin nombre observaba la escena sintiendo en su pecho lo mismo que sintiera horas antes de huir de Arión, cuando el emperador ya los había derrotado. La tristeza del desertor nuevamente lo debilitaba, debía ir ahí, eso claramente lo veía, pero a la vez sabía que de ninguna forma él y el caballero podrían dar fin a Urxzamenong. Debía ir ahí, pero su muerte lo aterraba, porque de morir no tendría jamás la posibilidad de amar a su doncella, a su sueño. Miró el piso, la tierra ensangrentada, miró que metros más allá lo observa una llorosa Beatriz. Y lo hizo, por orgullo y amor, tomó la espada y acudió al llamado del capitán. Hol lo vio irse y con ello se alegró, la doncella comenzó a seguirlo sin exacto motivo pero con resolución.

El Lobo Errante y el príncipe intentaban aplacar la ira del mal nacido Urxzamenong, pero su poderío era incansable así como su habilidad guerrera.

Metros más allá el Caballero de la Esfera de Plata yacía tendido al borde de la inconsciencia, quiso ponerse de pie para ayudar a sus amigos y completar así el poder que entre los tres constituían, pero apenas se apoyó para erguirse volvió a caer con evidente dolor. Urxzamenong lo había herido profundamente en su pecho. Todo se le tornó borroso, los sonidos se enturbiaron también, hasta que una voz desconocida lo alentó para que reaccionara. Abrió los ojos y la vio acariciando su rostro, era la doncella, la Estrella de la Novena Aurora, la mujer a la que amaba sin siquiera haberla visto. Ella lo miró fijamente también y creyó sentir algo especial, algo que no comprendía y que de antemano sabía no iba a concretarse. “Levántate caballero”, le murmuró, “ve a ayudar a tus amigos”. Entonces lo besó tiernamente y con ello le entregó inmensa fuerza.

La doncella se levantó y miró la infamia de Urxzamenong: “¡tú semidiós de la peste, arrodíllate para recibir tu condena!”, le gritó mientras, otra vez, entraba en una especie de trance. Una luz magnífica brotó entonces de toda su figura, sus ojos se transformaron en un pequeño sol, el aura dulce se propagó en ese espacio, una luz que nada más los tres amigos y el emperador podían ver. Urxzamenong se emborrachó, el mareó volvió a conquistarlo, en cambio el príncipe y los caballeros recobraron todo su vigor, la luz los envolvió también, a los tres, a cada uno de ellos, y con gran resolución atacaron al Monstruo Marino. Y recibió su condena tan sólo segundos después, cuando la espada del Caballero de la Esfera de Plata lo condujo hacia su muerte.

Una vez que el desenlace sucedió y todos estaban reunidos la doncella se acercó a los tres campeadores: “no sé bien qué ocurrió, pero por algún motivo sí sé que debe ser nuestro secreto”. Y así fue, el recuerdo de esa luz mágica tan sólo con ellos se quedaría.

Elissa condujo al de la Esfera de Plata a una tienda para curar sus heridas y comenzar en ese instante una historia de mutuo cariño.
    
Luego vinieron los abrazos, la alegría y los definitivos encuentros, del palacio de Zratas comenzaron a salir las mujeres aprisionadas, las que se reunieron en un rincón del campo con triste vergüenza. El príncipe las vio y sintió por ellas compasión, quiso acercarse pero Hol detuvo su marcha: “mira hacia el cielo escéptico salvador”, le dijo sonriendo, y cuando el muchacho lo hizo junto a todos los demás fue testigo de un milagro: un batallón de dragones surcaron el cielo lanzando espectaculares ráfagas de energía multicolor; los soldados de las tierras altas hicieron sonar sus trompetas y tanto Hol como Alzaminair agacharon sus cuellos en signo de admiración. Hasta que el Gran Dragón Blanco apareció, Alzir, el monarca del palacio de cristal, estaba vivo y llegaba esa tarde para brindar su amor. 

El extraordinario ser se detuvo frente a las jóvenes atribuladas y con su rostro bondadoso las invitó a acercarse. A medida que ellas lo hacían Alzir las liberaba, les devolvía su gracia y la inocencia que habían perdido. Porque él era mensajero de los dioses pequeños y por ello gozaba de glorioso poder. 

Al cabo de algunos minutos tan sólo quedaba una muchacha que no había sido curada, se trataba de Beatriz que estaba sentada en un roca sin poder alzar la vista. Alzir la vio y se acercó a ella.

-          Perdóname por favor – la dijo la chica al dragón –.
-          No hay nada que perdonar dulce niña. Todo lo que ocurrió era justo que aconteciera. Cada línea de esta historia debía así suceder. Pues esa era la única forma de cumplir lo que estaba escrito y acabar así con el nefasto Urxzamenong.

Inmediatamente Beatriz se puso de pie, Alzir inspiró profundamente y dejó caer su suspiro sagrado sobre su cuerpo. Al hacerlo una energía de pureza atravesó el alma de la muchacha, devolviéndole todo cuanto con dolor le habían robado. Y volvió a ser ella misma, recobrando su belleza y la ingenuidad de su ser. Miró a su príncipe que a pocos metros observaba la ceremonia y nuevamente sintió por él sincero amor.

Alzir se acercó al príncipe sin nombre y lo guió entre empujones hacia su antigua prometida. Por hechizo benigno o por honesta magia en el espíritu del príncipe renació en forma súbita un antiguo motivo: el amor por Beatriz, por esa cándida niña a la cual desde siempre conoció.

Esa fue la historia, así quedaría escrita. Urxzamenong fue derrotado y su cuerpo calcinado, borrando su aura y dando inicio a un tiempo de felicidad antes no vista.

Hiamil se transformó en princesa, la más bondadosa de la historia del reino.

El ejercito de Arión se unió al Ejercito Drakaniano constituyéndose una fuerza de paz que maldad alguna podría retar.

El caballero del Lobo Errante fue nombrando Gran General de Arión. Tiempo después contraería nupcias con Ikpeba formando una numerosa familia.

El Lobo Gris se retiró de las armas y comenzó a disfrutar con regocijo de la última etapa de su vida.

El Viejo Lobo en cambio continuó enseñando a los nuevos soldados la doctrina y los valores propios de un señor de Drakar.

El Juglar retornó a su tierra y con los años se convirtió en Anciano Sernugo Mayor.

El príncipe sin nombre al fin se convirtió en Rey. Junto a él estuvo Beatriz como leal Reina. 
La Doncella fue llevada de vuelta a su hogar, en donde recibiría el aprecio de cada habitante de su pueblo.  

Y así al parecer la Novena Aurora realmente ocurrió, nadie supo jamás de qué se trataba pero dado que Urxzamenong fue vencido y que Elissa fue rescatada las generaciones hicieron leyenda la historia de la divina habitante de Tauro.

Por su parte, el Caballero de la Esfera de Plata cultivó pacientemente el amor que sentía por Elissa, visitándola continuamente en su tierra. Ciertamente ella también lo quería con transparencia y efusión, mas siempre estuvo en su corazón la sensación de saber que tal sueño era imposible. Finalmente, cuando el Caballero de la Esfera de Plata confirmó el hecho de que ella jamás estaría junto a sí, con dolor partió a recorrer el mundo y de él no volvió a saberse.


CAPITULO VI: DE EL ÚLTIMO DIOS Y LA ESTRELLA DE LA NOVENA AURORA.

Nueve son los dioses pequeños y nueve los demonios que se oponen a su armonía. Mas existe un Gran Dios, señor de cuanto ha sido hecho, que se encuentra en otro nivel de energía haciendo cumplir la ley cósmica que rige la influencia universal.

Si uno de los dioses pequeños es castigado por romper la única ley deberá por sus medios superar los obstáculos de una historia mundana, otorgando así nuevamente el equilibrio justo que el universo requiere. En ese momento, cuando haya demostrado su valor y su bondad, podrá regresar al sitio astral del cual nunca debió partir.

Los semidioses no existen, tan sólo los nueve dioses pequeños y el Gran Dios. Humanos valerosos sí, claro, que en la conjunción de sus virtudes podrían despertar una gran fuerza. Esa era la fuerza de la Novena Aurora, la que al estar en el umbral de su misión pudo emerger. Gracias a ella los caballeros lograron la victoria, sin ella nada se hubiera obtenido.

Fue así como siete meses después del final de la guerra el noveno pequeño dios estaba a punto de recobrar su lugar en la constelación. Con ello, uno de los protagonistas de esta historia debería abandonar a sus amigos y también a su amor. Abandonarlos de alguna forma, aunque siempre estaría presente. 

Porque el dios de la Novena Aurora nació en esta tierra el noveno día del noveno ciclo del año 9,000 de la Cuna de Sol. El mismo día en que el Caballero de la Esfera de Plata fue dado a luz, el mismo día en que su hermano gemelo, el príncipe de Arión, nació también.

El príncipe sin nombre se encontraba de pie junto a Beatriz, frente a ellos estaba el Anciano Sernugo Mayor quien había viajado al reino para llevar a cabo un doble matrimonio.

Al otro costado estaba el Caballero de la Esfera de Plata tomado firmemente de la mano con Elissa, la cual aceptó sin titubeos ser su esposa. 

Tras ellos Alexander e Ikpeba hacían de padrino y madrina de matrimonio respectivamente.
La multitud y los amigos observaban con placida alegría. El Lobo Gris reía con fascinación ante tal final feliz sin poder reprimir su apetito ni su sed. Cubierto con su vestimenta Vikinga tenía en una mano  tamaño pernil y en la otra sendo copón de cerveza nórdica. El Viejo Lobo lo miraba sonriendo sin reprochar su festín, pero demostrando, él sí, un serio respeto. Por su parte el Juglar Sernugo barbón anotaba cuidadosamente cada detalle del evento, intentando dar un correcto remate al cuento.

Dragones amigos y representantes de las diversas naciones y pueblos se encontraban esa tarde de sol en los jardines principales de Arión. La ceremonia estaba ya en su momento esencial, a pocos segundos de que el Anciano Sernugo Mayor proclamara los enlaces:

-          ... Entonces amigos, cuando llego a la conclusión de esta encomienda, le pregunto a los presentes, al Gran Dios y a los dioses pequeños: ¡hay alguien en este jardín que se oponga a la unión de estas parejas!

Un silencio siguió y tras él un hondo respiro en cada uno de los espectadores, al comprobar que nada ni nadie podría impedir la boda. Los gemelos sacaron de preciosos cofres dos centenarios anillos y se aprontaron. Pero en eso, las trompetas sonaron y el ritual se detuvo, la gente miró al cielo y un escuadrón de dragones apareció custodiando la llegada de Alzir: “esta alianza no puede consumarse aún”, dijo el señor de las montañas de cristal una vez que se estacionó cerca del altar, “pues uno de estos cuatro porta en su cuerpo el alma del noveno pequeño dios”, continuó, “quien esta tarde debe regresar a su luminoso sitial”.

Los gemelos se miraron, ninguno percibía en si nada especial ni se veía en el ambiente señal alguna. Hasta que Elissa comenzó a caminar lentamente hacia Alzir. El Caballero de la Esfera de Plata la vio alejarse, la llamó con desesperación e intentó detenerla, pero ella esquivó tal intento y sin devolver la mirada llegó hasta donde el dragón blanco la esperaba. Lo observó atentamente a los ojos y el ser alado le señaló un lugar: los árboles de Flor Mítrea que más allá se divisaban. 

Entonces Elissa se dirigió hasta ese lugar, el Caballero la siguió desobedeciendo a Alzir quien lo llamó a aceptar su suerte. La jovencita se detuvo, alzó sus manos al cielo y cerró los ojos. Inmediatamente una luz cegadora la rodeó. Tal brillantez desorientó al de la esfera y le impidió continuar. Para cuando logró reponer la precisión de su vista ya era demasiado tarde: un portal dimensional se había abierto tras Elissa, a través del cual ella cruzó. Detenida en el centro de aquel pórtico miró a su caballero, lo miró y desde ahí le dijo “te quiero”. Varias lágrimas cayeron de los ojos del muchacho así como de los de ella, justo en el instante en que el portal desaparecía llevándose por siempre a aquella que tanto amó.


FIN.

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